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Universo de pocos

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jueves, 19 de diciembre de 2024

"La casa al final de Needless Street”, de Catriona Ward

Portada de "La casa al final de Needless Street", de Catriona Ward

Para muchos una novela o un relato es de terror sólo si provoca miedo. Lo cierto es que acostumbro a leer cómodamente sentado en el sofá del salón sin otra compañía que los libros de las estanterías o la de mi mujer, y nunca me he sentido amenazado. Tengo plena confianza en que los hachazos o dentelladas que se reparten a lo largo del relato no vayan a alcanzarme. El mayor susto que me he llevado se produjo en una ocasión en que me pareció ver agitarse algo entre los caracteres impresos del libro que tenía en las manos, que no era precisamente de terror. La culpa la tuvo uno de esos inofensivos bichos amantes de la celulosa, llamados pececillos de plata o Lepisma saccharina. Si se hubiera tratado de un libro de Adrian Tchaikovski o de Anna Starobinets tal vez no me habría sorprendido tanto, el caso es que el libro acabó unos instantes volando por los aires.

Entonces, ¿qué entiendo yo por terror? Supongo que un relato de terror debe crear más que miedo una especie de desasosiego, se trataría de un estremecimiento de índole más intelectual que físico a diferencia del que nos podría provocarnos, por ejemplo, una película. Cuando leemos si acaso tememos lo que pueda sucederles a los personajes del libro pero sabemos que nuestra integridad no corre peligro. De todos modos, mi intención no era teorizar sobre lo que es el género de terror sino hablar de La casa al final de Needless Street, de Catriona Ward. Una novela etiquetada como terror, que tiene una portada que enseguida se identifica con el género y que me ha provocado un sinfín de emociones en ningún modo adecuadas para una posterior siesta pero entre las que no se cuenta el terror. Hablo de terror, otra cosa diferente es el horror como muy bien explica Ismael Martínez Biurrun en este artículo.

Con esto no quiero restarle valor al libro, que me ha tenido atrapado desde el principio y además de qué manera. Hay que reconocerle a Ward la enorme habilidad que posee para enganchar al lector teniendo en cuenta además que lo hace con una historia que si la redujéramos al esqueleto, tal vez no llamaría demasiado la atención. Ted, un tipo peculiar con evidentes trastornos mentales, vive en una calle apartada no muy lejos de un lago en el que años atrás desapareció una niña, la llamada Niña del Helado, de la que nunca volvería a saberse. Desde el principio Ted resulta sospechoso, muy sospechoso, no sólo por la forma extraña que tiene de comportarse sino porque da la casualidad de que vive con una niña cuya edad coincidiría con la que tendría entonces la Niña del Helado. Se trata de una niña asalvajada a la que llama hija y que desaparece de manera misteriosa cada cierto tiempo durante varios días. Como puede verse no es un  argumento que destaque por su originalidad, el secreto de Ward está en la elección que hace de los narradores, cuatro narradores principales de los cuales uno de ellos es el propio Ted. Estos cuatro personajes se reparten los capítulos del libro pero los únicos que están contados en primera persona son los relatados por Ted. Poco más puede decirse sin correr el riesgo de destripar la historia.

Lo curioso es que uno de estos narradores es un gato, lo que me ha provocado un vivo rechazo. No sabía si tomármelo como una broma o si se trataba de una de esas extravagancias  de autor nuevo que se las quiere dar de guay. En cualquier caso me ha sacado del libro. Es como si de repente una historia que dábamos por real y posible pasara a convertirse en una fantasía Disney. Imaginemos que en Los pájaros de Hitchcock los cientos de pájaros posados sobre el cable de alta tensión se pusieran a cantar Cien gaviotas de Duncan Dhu. Pues algo así es lo que he sentido. Afortunadamente conseguí sobreponerme a mi profunda decepción y poco a poco no sólo he llegado a aceptarlo sino también a disfrutarlo. Gracias al gato este la novela cobra en ocasiones un tono humorístico que no viene mal para aliviar un poco la tensión constante. En todo caso he decir que al final todo toma sentido y tiene su explicación.

La casa al final de Needless Street transcurre la mayor parte del tiempo en una casa cuyas ventanas están cubiertas de cartones por las que apenas entra la luz del sol, y en la que  Ted no deja entrar a nadie. Los que viven en su interior apenas parecen tener capacidad de maniobra y lo único que hacen es seguir adelante y esperar a lo que suceda. La atmósfera que se crea es de una claustrofobia casi insoportable. La novela está más cerca del terror psicológico de, por ejemplo El otro de Thomas Tryon, con el que comparte algunos elementos, que del terror de Clive Barker.

Ward maneja al lector a su antojo. Lo induce a creer primero una cosa para poco más adelante forzarlo a desmentirlo. A medida que uno va leyendo tiene que reconsiderar las presunciones que ha ido realizando. Se trata de una de esas novelas en las que cuesta resistirse a la tentación de saltarse las páginas para saber lo que va a pasar y aunque no está exenta de truculencia hay que reconocer que resulta por completo irresistible.