Para muchos una
novela o un relato es de terror sólo si provoca miedo. Lo cierto es que
acostumbro a leer cómodamente sentado en el sofá del salón sin otra compañía
que los libros de las estanterías o la de mi mujer, y nunca me he sentido
amenazado. Tengo plena confianza en que los hachazos o dentelladas que se
reparten a lo largo del relato no vayan a alcanzarme. El mayor susto que me he
llevado se produjo en una ocasión en que me pareció ver agitarse algo entre los
caracteres impresos del libro que tenía en las manos, que no era precisamente
de terror. La culpa la tuvo uno de esos inofensivos bichos amantes de la
celulosa, llamados pececillos de plata o Lepisma saccharina. Si se hubiera
tratado de un libro de Adrian Tchaikovski o de Anna Starobinets tal vez no me
habría sorprendido tanto, el caso es que el libro acabó unos instantes volando
por los aires.
Entonces, ¿qué
entiendo yo por terror? Supongo que un relato de terror debe crear más que
miedo una especie de desasosiego, se trataría de un estremecimiento de índole más
intelectual que físico a diferencia del que nos podría provocarnos, por
ejemplo, una película. Cuando leemos si acaso tememos lo que pueda sucederles a
los personajes del libro pero sabemos que nuestra integridad no corre peligro.
De todos modos, mi intención no era teorizar sobre lo que es el género de
terror sino hablar de La casa al final de Needless Street, de Catriona
Ward. Una novela etiquetada como terror, que tiene una portada que enseguida se
identifica con el género y que me ha provocado un sinfín de emociones en ningún
modo adecuadas para una posterior siesta pero entre las que no se cuenta el
terror. Hablo de terror, otra cosa diferente es el horror como muy bien explica
Ismael Martínez Biurrun en este artículo.
Con esto no
quiero restarle valor al libro, que me ha tenido atrapado desde el principio y
además de qué manera. Hay que reconocerle a Ward la enorme habilidad que posee
para enganchar al lector teniendo en cuenta además que lo hace con una historia
que si la redujéramos al esqueleto, tal vez no llamaría demasiado la atención.
Ted, un tipo peculiar con evidentes trastornos mentales, vive en una calle
apartada no muy lejos de un lago en el que años atrás desapareció una niña, la
llamada Niña del Helado, de la que nunca volvería a saberse. Desde el principio
Ted resulta sospechoso, muy sospechoso, no sólo por la forma extraña que tiene
de comportarse sino porque da la casualidad de que vive con una niña cuya edad
coincidiría con la que tendría entonces la Niña del Helado. Se trata de una niña
asalvajada a la que llama hija y que desaparece de manera misteriosa cada
cierto tiempo durante varios días. Como puede verse no es un argumento que destaque por su originalidad,
el secreto de Ward está en la elección que hace de los narradores, cuatro
narradores principales de los cuales uno de ellos es el propio Ted. Estos
cuatro personajes se reparten los capítulos del libro pero los únicos que están
contados en primera persona son los relatados por Ted. Poco más puede decirse
sin correr el riesgo de destripar la historia.
Lo curioso es
que uno de estos narradores es un gato, lo que me ha provocado un vivo rechazo.
No sabía si tomármelo como una broma o si se trataba de una de esas
extravagancias de autor nuevo que se las
quiere dar de guay. En cualquier caso me ha sacado del libro. Es como si de
repente una historia que dábamos por real y posible pasara a convertirse en una
fantasía Disney. Imaginemos que en Los pájaros de Hitchcock los cientos
de pájaros posados sobre el cable de alta tensión se pusieran a cantar Cien
gaviotas de Duncan Dhu. Pues algo así es lo que he sentido. Afortunadamente
conseguí sobreponerme a mi profunda decepción y poco a poco no sólo he llegado
a aceptarlo sino también a disfrutarlo. Gracias al gato este la novela cobra en
ocasiones un tono humorístico que no viene mal para aliviar un poco la tensión
constante. En todo caso he decir que al final todo toma sentido y tiene su
explicación.
La casa al final
de Needless Street transcurre la mayor parte del tiempo en una casa
cuyas ventanas están cubiertas de cartones por las que apenas entra la luz del
sol, y en la que Ted no deja entrar a
nadie. Los que viven en su interior apenas parecen tener capacidad de maniobra
y lo único que hacen es seguir adelante y esperar a lo que suceda. La atmósfera
que se crea es de una claustrofobia casi insoportable. La novela está más cerca
del terror psicológico de, por ejemplo El otro de Thomas Tryon, con el
que comparte algunos elementos, que del terror de Clive Barker.
Ward maneja al lector a su antojo. Lo induce a creer primero una cosa para poco más adelante forzarlo a desmentirlo. A medida que uno va leyendo tiene que reconsiderar las presunciones que ha ido realizando. Se trata de una de esas novelas en las que cuesta resistirse a la tentación de saltarse las páginas para saber lo que va a pasar y aunque no está exenta de truculencia hay que reconocer que resulta por completo irresistible.