El Muro comienza como una distopía del montón para
dar paso después de manera brusca a un relato de tintes apocalípticos. No puede
decirse que su punto de partida destaque por su originalidad ni tampoco por la
perspicacia de la metáfora que encierra, tan obvia que ni siquiera parece una
metáfora. Y es que todo resulta tan evidente... y no obstante, es difícil
interrumpir la lectura del libro. Tal vez la razón de no poder dejarlo resida
precisamente en esa falta de ambigüedad o en esa manifiesta apuesta por la
transparencia: tiene que haber algo más – nos decimos–, no es posible que
alguien se haya decidido a escribir un libro de casi trescientas páginas con un
mensaje tan poco elaborado, y seguimos pasando página tras otra. Al final, casi
sin darnos cuenta, las peripecias por las que pasan los protagonistas empiezan
a importarnos y sus desgracias se convierten también en las nuestras. Cualquier
novela puede leerse de dos maneras al menos, atendiendo a su contenido más
racional o dejándose llevar por las emociones que despiertan en nosotros. El
Muro sale mucho mejor parado si lo hacemos de la segunda manera.
Pero contemos algo sobre su argumento. Kavanagh, como
muchos otros, debe marchar de la casa en la que vive con sus padres para
realizar su servicio de vigilancia de dos años en el Muro. Es un deber
ineludible para todos los que no son «reproductores». Construido en hormigón,
el Muro tiene aproximadamente unos diez mil kilómetros de largo y rodea por
completo el país para impedir que, tras el Cambio que se produjo hace años, los
Otros puedan entrar. Lanchester no da demasiados detalles sobre el Cambio,
aunque se intuye que se trata de un acontecimiento trascendental que cambió el
mundo para siempre y que de alguna manera está relacionado con la subida del
nivel del mar. La generación de Kavanagh culpa a sus padres de lo sucedido, por
lo que las relaciones con ellos no son demasiado buenas. En el contexto actual
de refugiados y de alarma por el cambio climático no se puede decir que la
premisa sea en exceso alambicada. La primera parte de la novela es la menos
interesante de las tres en las que está dividido el libro, sobre todo por la
machaconería con la que el autor explica el tedio que suponen las doce horas
que dura cada turno de vigilancia, tedio que acaba por contagiarse al lector.
Por otro lado es de agradecer que se nos eviten los tormentos y ultrajes
habituales por los que suelen pasar los reclutas durante el período de
instrucción, cosa que ocurre en la mayoría de novelas y películas de ambiente
militar. Los defensores del Muro en ese sentido son unos afortunados y su vida
no se aleja mucho de lo que era la «mili». No os asustéis, no es necesario que
corráis despavoridos con las manos en los oídos, prometo no contar mi «mili».
Lo que quiero decir es que no ocurre nada extraordinario a excepción del frío y
el aburrimiento que experimentan. Si no fuera por el temor a ser atacados se
diría que la vida que llevan es bastante cómoda y tranquila.
Los Otros son vistos con miedo por los defensores, no sólo
por la amenaza directa que supone que ataquen sino también por las graves
consecuencias que se derivan para los que están de guardia si no logran impedir
que crucen al otro lado del muro. Los Otros carecen de etnia y religión, son
entes abstractos que cuando se hacen reales no parecen diferenciarse de los demás.
Lo único que los distingue es que proceden del otro lado del Muro, sin embargo,
su presencia parece perturbar de alguna manera a los demás y suscitar un
sentimiento de ¿culpabilidad?, ¿de embarazo?
El autor se cuida mucho de dotarlos de rasgos concretos que puedan levantar la sospecha de
racismo o discriminación. Nos quiere hacer reflexionar sobre nuestro miedo al
otro, pero quiere hacerlo con el concepto desnudo, despojándolo de tintes
racistas o nacionalistas. El muro de Lanchester no es sólo físico como
averiguamos al final.
Contado en primera persona, el libro está escrito con
sencillez, como corresponde a la personalidad del protagonista, pero
lamentablemente los pocos alardes que se permite Lanchester son echados a
perder por una traducción que habría requerido mayor atención. En un momento
dado el autor hace un juego de palabras con el término en inglés «concrete»,
que puede significar hormigón pero también específico o concreto. El autor
aprovecha algo llamado poesía concreta para describir lo que se ve desde el
muro y juega con los dos significados de «concrete». En la traducción se opta
por lo más fácil y se traduce siempre por «concreto» lo que convierte la
lectura en algo enojoso, por si fuera poco logra además que las connotaciones
que conlleva la palabra hormigón como son el frío, el gris y la monotonía se
pierdan. Tampoco se luce la traductora con la palabra «briefing» que ni
siquiera es recogida por la RAE cuando podía haberla traducido por reunión
informativa.
Las imágenes finales del libro me traen a la mente la película Waterworld, eso sí algo menos estilizadas y más realistas que las que vimos en la gran pantalla. Es sin duda alguna lo mejor del libro y lo que explica las buenas críticas que ha obtenido. La conclusión es elegante pero es más que probable que a muchos les parezca una hábil argucia con la que eludir un verdadero final.
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