A
punto he estado de no escribir esta reseña. Siempre he defendido la idea de que
debemos hacerlo tanto de los libros que nos han gustado como de los que no,
porque en definitiva de lo que se trata es de ofrecer una opinión que ayude al
potencial lector a decidir si el libro le merece la pena no. Tanto las críticas
buenas como las malas permiten además conocer un poco más al reseñador, saber
de qué pie cojea y así juzgar con mayor discernimiento si el comentario es pertinente o no. Me encantaría que todas
las reseñas fueran favorables de la misma manera que sería estupendo que el
mundo estuviera sólo poblado de gente guapa, inteligente y feliz. Basta mirar
las noticias para tropezarse con sujetos como Milei, Netanyahu o Putin para
darse cuenta de que no es así. Los más avispados se habrán percatado desde hace
un rato de que La casa de caramelo,
de Jennifer Egan, no ha satisfecho del todo mis expectativas. Ha sido este
pequeño chasco el que me ha llevado a plantearme de nuevo una cuestión que
pensaba ya superada. Sin embargo, al contrario de lo que se lleva ahora en política,
he decidido mantenerme firme en mis convicciones y escribir la reseña.
Las
diversas sinopsis que había leído de La casa de caramelo me hicieron
creer que la historia me trasladaría a un futuro en el que todos pudiéramos
almacenar nuestros recuerdos e incluso compartirlos con otras personas, algo así
como un Instagram más complejo en el que
las imágenes serían sustituidas por experiencias reales. Al final todo
esto queda bastante desdibujado debido a que la novela se centra principalmente
en el relato de determinados momentos de la vida de una serie de personajes,
algunos de ellos, por cierto, bastante tocados del ala. Y no todos tienen una
relación directa con «Aprópiate del Inconsciente», que es como se llama la
aplicación que permite hacer uso de esa nueva tecnología. En el primer capítulo
conoceremos al que será su creador, en los siguientes desfilarán personajes que
la utilizan o que la combaten, pero también a muchos otros que sólo tienen una
relación anecdótica con la aplicación. Habrá muchos lectores a los que estos
retratos minuciosos les atraigan, sin embargo, a mí, una vez superado la mitad
del libro, han terminado por fatigarme. Admito que algunos me han gustado,
aunque me cuesta considerarlos relatos con su planteamiento, desarrollo y
conclusión; pero el mayor problema es que no existe un hilo conductor, vamos
pasando de un personaje a otro sin que sepamos a dónde nos dirigimos.
De Egan había leído hace algunos años La
torre del homenaje, una novela que, aunque truculenta, me pareció muy
imaginativa, por lo que esperaba encontrarme con algo más ambicioso en términos
de especulación. La cuestión de los recuerdos, que es lo que me atrajo en un
principio de la novela, tarda en plantearse y cuando se hace apenas tiene
relevancia dentro del entramado de historias que Egan nos presenta. Al final
los elementos de ciencia ficción cobran algo más de protagonismo por
transcurrir la historia en el futuro pero constituyen poco más que un atrezo
para lo que realmente quiere contar.
Lo
que para unos es un colorido y fascinante collage, para mí ha sido un
batiburrillo de historias sobre personajes que en ocasiones me han llamado la
atención y que en otras me han resultado indiferentes. Los más entusiastas
alaban el despliegue de estilos y el uso que hace de las técnicas literarias.
Mi impresión es que la búsqueda de originalidad en ocasiones ha supuesto más un
lastre que un empuje para la narración. Pongamos por ejemplo uno de los capítulos
que en sí no es más que un relato de espías. Egan lo cuenta en segunda persona
a la manera en que los reclutas reciben las instrucciones de campo militares.
Hay que reconocer la habilidad con la que lo hace, otra cuestión es si compensa
el esfuerzo porque si bien es verdad que resulta original la lectura acaba por
hacerse monótona. Más acertado me ha parecido el capítulo en el que diferentes
personajes se intercambian emails. El mensaje que escribe la protagonista de
esta historia para ponerse en contacto con un famoso actor desencadena una
cascada de sucesos muy entretenidos y perfectamente urdidos.
Supongo
que mi frustración se debe a que me he encontrado con algo muy diferente a lo
que me esperaba. Creía que leería una novela y lo que me he encontrado es una
colección de relatos que Egan ha intentado vincular a través de sus personajes,
ya sea porque existe un parentesco entre ellos o porque en algún momento
coincidieron. La razón de por qué ha querido reunir este hervidero de historias
en un mismo libro, tal vez la encontremos en una de las frases que aparecen al
final. En ella el narrador refiriéndose a la posibilidad que ofrece «Aprópiate
del Inconsciente» de conocer la vida de otra persona ensamblando los recuerdos
de todos quienes la conocieron dice lo siguiente:
«Tan solo la máquina de Gregory Bouton —ésta, la ficción— nos permite vagar con absoluta libertad por el colectivo humano».
«La omnisciencia, no obstante, se toca con la ignorancia: sin una historia se reduce a mera información».
Debo
aclarar que Gregory Bouton es uno de los personajes que aparecen en el libro y que además de hijo del creador de «Aprópiate del
Inconsciente» (de la que es un detractor), es escritor. Con este texto que pone
en boca del narrador Egan deja claro que independientemente de los avances
tecnológicos que se produzcan siempre hará falta echar mano de la literatura
para contar una historia.
Por
llevarme la contraria, el New York Times's ha escogido La casa de caramelo
entre las diez mejores novelas del 2022.
La decisión es vuestra.