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Universo de pocos

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miércoles, 13 de diciembre de 2017

"El alfabeto de fuego" de Ben Marcus

El alfabeto de fuego de Ben Marcus            Lo que en primera instancia me atrajo de El alfabeto de fuego (2012) fue su premisa inicial, la de que el lenguaje pudiera convertirse en una enfermedad mortal. Una idea que puede parecernos contradictoria viniendo de alguien que se gana el jornal mediante la palabra, pero quién mejor que un escritor para entender lo nocivas que pueden llegar a ser las palabras. Ya en su primera novela Notable American Women, que por cierto no ha sido traducida al castellano, Ben Marcus especulaba sobre el lenguaje.

            La novela arranca cuando el mal ya se ha extendido por Norteamérica, y Sam junto a su mujer, Claire, es obligado a abandonar su hogar. En un principio se desconoce el origen de la enfermedad y los desconcertados médicos renuncian a investigar algo que no logran comprender. El mal ataca sólo a los adultos y se manifiesta con unos síntomas muy variados y chocantes: vómitos, erupciones en la piel, entumecimiento de la boca, reducción facial y muerte. Marcus esboza al comienzo un escenario muy confuso: aunque los primeros casos se produjeron entre los judíos, finalmente la enfermedad acaba por afectar a todo el mundo. Lebov, un científico al que nadie da crédito, lleva alertando desde hace tiempo de que la causa del mal reside en el habla de los niños. Los hechos acaban por darle la razón y el malestar de los padres afectados queda agravado por la tortura que supone no poder acercarse a sus hijos. Así, en su huida, Sam y Claire deben abandonar a Esther, su hija adolescente y origen de sus males. Esther no es una hija complaciente y en lugar de compadecerse de sus padres y de callar para no empeorar su estado les hiere sin piedad alguna con su lengua punzante. Los mejores momentos de la novela se producen en estas disputas llenas de ironía y malaleche entre padre e hija.

            Un relato así carece de sentido si no tiene una intención metafórica, algo que la hermética prosa de Marcus parece confirmar  (uno tiene la sensación de que cada una de sus frases tiene un sentido oculto). El origen de la enfermedad y sobre todo los exabruptos de Esther, con los que literalmente lacera a sus padres, nos podrían hacer pensar que la novela es una reflexión sobre la dificultad para comunicarse con los hijos adolescentes, o una metáfora sobre la tiranía que estos ejercen sobre unos padres que buscan ante todo complacer a sus hijos. Sin embargo, la historia acaba complicándose con oscuros preceptos hebreos enviados por improbables cables subterráneos. Estos cables suponen uno de los elementos más controvertidos y decepcionantes de la novela. Sam y Claire disponen de una rudimentaria cabaña en el bosque que les fue adjudicada en el momento de casarse y a la que llega uno de estos cables. Para poder escuchar los sermones que transmiten los cables es necesario un perturbador dispositivo orgánico (todo en la novela resulta desagradable) que deben esconder cada vez que abandonan la cabaña. Este protagonismo de la religión judía además de inesperado me resulta decepcionante. No me interpreten mal, no tengo nada contra los judíos ni tampoco contra su religión en particular (un ateo como yo reparte su antipatía a todas las religiones por igual), pero se trata de un factor que no hace otra cosa que reducir el alcance del mensaje, que pasa de universal a estar dirigido exclusivamente a los que profesan esta religión, entre los que yo no me encuentro.

            Apenas se nos dice nada de los protagonistas en El alfabeto de fuego; por no saber, no sabemos ni cómo se ganaban la vida antes de la epidemia. Cuando la enfermedad es un hecho incuestionable Sam se dedica de una manera compulsiva y sin ningún criterio a buscar antídotos o remedios que luego ensaya con su mujer. Pero a pesar de sus intentos por encontrar una cura nada nos hace pensar que en su vida anterior haya sido médico o científico. Su método es el ensayo y error. Más adelante cuando busca un lenguaje que no resulte tóxico vuelve a utilizar el mismo sistema. Quizás se trate de una metáfora más, quién sabe, puede que de la misma vida. Por cierto, Marcus dedica demasiadas páginas a pormenorizar estas aburridas y arbitrarias tentativas.
 
            Hay algo en esta novela que me recuerda a Chronic City de Jonathan Lethem. La temática es muy diferente, pero en ambas tuve la misma sensación de estupor, de no saber por dónde agarrarla. En ambas se fuerza la credulidad del lector hasta cotas extremas y en ambas se producen momentos literarios brillantes que muy pocos autores logran suscitar. Puede que el problema de ambas estribe en forzar una metáfora precisa, de exprimirla en exceso queriendo sacar más oro del razonable.
 
            El alfabeto de fuego es una novela apocalíptica completamente atípica. Al contrario de lo que suele suceder en este tipo de relatos, la supervivencia pasa a un segundo lugar; lo que se evidencia desde el comienzo es la dificultad de sus protagonistas para comunicarse entre sí. Un libro que te hace sentir incómodo cuando lo lees, cuyas propuestas desconciertan la mayoría de las veces, con una idea central fascinante pero que no acaba de cuajar. Quiere abarcar demasiados temas (religión, lenguaje, relaciones familiares, culpa, etc..) y se queda tan sólo en un original experimento. 
            Con todos sus fallos, ojalá se escribieran más libros que demostraran el mismo atrevimiento que éste.

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