Hasta hace no muchos años, a excepción de los aficionados
a la ciencia-ficción, muy pocos sabían lo que era una distopía. Las distopías
que conocíamos hasta entonces eran Nosotros de Yevgueni Zamiatin,
Un mundo feliz de Aldous Huxley o 1984 de George Orwell y poco más.
Y es que con tan insignes antecedentes es comprensible que pocos autores se
aventuraran a escribirlas. Ray Bradbury lo hizo en 1953 con Fahrenheit 451
y un año antes Bernard Wolfe también se atrevió con esa rareza que es Limbo.
Otros ejemplos memorables son Las torres del olvido de George Turner, El
cuento de la criada de Margaret Atwood, La naranja mecánica de
Anthony Burgess o Los desposeídos de Ursula K.
Le Guin. Desde luego no es mi intención enumerar todas las distopías habidas y
por haber, me olvidaría de nombrar muchas, lo que pretendo decir es que además
de infrecuentes se trataba de obras de gran profundidad intelectual que desde
la crítica abordaban sobre todo temas políticos o filosóficos. A partir de la
publicación en 2008 para un público juvenil de Los juegos del hambre de
Suzanne Collins, novela que por cierto le debe mucho a otra distopía, La
fuga de Logan, este subgénero se ha popularizado hasta extremos
insospechados. Ahora nadie tiene miedo a hacer su propia contribución a la
lista. En 2009 llegó El corredor del laberinto de James Dashner, en 2011
Divergente de Veronica Roth, y muchos otros títulos le siguieron hasta
el punto de convertir este tipo de literatura en una moda que ha logrado que la
palabra distopía pierda parte de la consideración y respeto del que gozaba
antes. Lo cierto es que estas novelas juveniles se valen únicamente de la
distopía para crear un escenario de aventura y de inconformismo generacional
que poco tienen que ver con las obras que he mencionado al principio. En las
distopías clásicas aunque la acción se desarrolla en el futuro, principalmente
se habla del presente, un presente que se distorsiona y en el que se exageran
los aspectos que el autor desea criticar de la sociedad o del estado.
Por suerte nos queda la rusa Anna Starobinets, que con su novela El vivo hizo su excelente aportación al subgénero, y también nos queda Karin Tidbeck, autora del libro que nos ocupa. Menciono a Starobinets porque, además de ser prácticamente de la misma edad que Tidbeck, su carrera parece seguir un curioso paralelismo con la de la sueca. De Tidbeck leí la colección de relatos Jagganath y lo cierto es que algunos de los cuentos que incluyen se confunden en mi caprichosa mente con los creados por Starobinets en Una edad difícil, se me hace arduo decidir quién concibió unos y otros. Ahora la autora sueca ha escrito también su propia distopía. Aquí no acaban las coincidencias ya que ambas escritoras son publicadas en España por la misma editorial: Ediciones Nevsky.
Amatka es una distopía clásica, casi de manual, con el típico estado controlador y manipulador que vigila a sus ciudadanos y con una protagonista que comienza cuestionándose la verdad postulada por el poder. Vanja, la protagonista, es enviada desde Essre a Amatka con la “estimulante” misión de realizar un informe sobre los productos higiénicos que utilizan sus habitantes. Las investigaciones conducen a Vanja a interrogarse sobre algunos hechos poco claros sucedidos en el pasado. Amatka es sólo una más de las cuatro colonias que componen el mundo descrito por Tidbeck del que la autora sueca apenas nos proporciona información. Sus gentes viven temerosas intentando cumplir las rigurosas reglas que la comunidad ha establecido y con el miedo sempiterno a ser denunciadas por un vecino o un compañero por salirse de las normas. Nada de lo que he contado hasta ahora resulta demasiado novedoso ni creo que logre atraer a muchos lectores, sin embargo Tidbeck se guarda un importante as en la manga: en Amatka los objetos fabricados por ellos mismos dejan de ser lo que son y se convierten en una repugnante pasta si no se nombran las suficientes veces, es lo que llaman “marcaje”. Una idea que me parece fascinante.
Por suerte nos queda la rusa Anna Starobinets, que con su novela El vivo hizo su excelente aportación al subgénero, y también nos queda Karin Tidbeck, autora del libro que nos ocupa. Menciono a Starobinets porque, además de ser prácticamente de la misma edad que Tidbeck, su carrera parece seguir un curioso paralelismo con la de la sueca. De Tidbeck leí la colección de relatos Jagganath y lo cierto es que algunos de los cuentos que incluyen se confunden en mi caprichosa mente con los creados por Starobinets en Una edad difícil, se me hace arduo decidir quién concibió unos y otros. Ahora la autora sueca ha escrito también su propia distopía. Aquí no acaban las coincidencias ya que ambas escritoras son publicadas en España por la misma editorial: Ediciones Nevsky.
Amatka es una distopía clásica, casi de manual, con el típico estado controlador y manipulador que vigila a sus ciudadanos y con una protagonista que comienza cuestionándose la verdad postulada por el poder. Vanja, la protagonista, es enviada desde Essre a Amatka con la “estimulante” misión de realizar un informe sobre los productos higiénicos que utilizan sus habitantes. Las investigaciones conducen a Vanja a interrogarse sobre algunos hechos poco claros sucedidos en el pasado. Amatka es sólo una más de las cuatro colonias que componen el mundo descrito por Tidbeck del que la autora sueca apenas nos proporciona información. Sus gentes viven temerosas intentando cumplir las rigurosas reglas que la comunidad ha establecido y con el miedo sempiterno a ser denunciadas por un vecino o un compañero por salirse de las normas. Nada de lo que he contado hasta ahora resulta demasiado novedoso ni creo que logre atraer a muchos lectores, sin embargo Tidbeck se guarda un importante as en la manga: en Amatka los objetos fabricados por ellos mismos dejan de ser lo que son y se convierten en una repugnante pasta si no se nombran las suficientes veces, es lo que llaman “marcaje”. Una idea que me parece fascinante.
Tidbeck, con un estilo sencillo e ingenuo, ha creado una original y perdurable fantasía a la que, no obstante, le falta una mayor conexión con el presente, un vínculo que dé pleno sentido a la distopía. No resulta sencillo inferir la crítica que se oculta tras esta obra. Por otro lado deja demasiadas preguntas sin responder. ¿Si recomiendo la novela? No se la recomendaría a los que no les agrada que queden cabos sueltos. Ahora, si usted no entra en ese grupo, acuda a su librería más cercana, asegúrese primero de que el ejemplar esté en buen estado y de que no se escurre como si fuera papilla entre sus dedos y adquiéralo. Eso sí, antes de leerlo le aconsejo que repita en voz alta varias veces su título: Amatka.
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