Evidentemente esta novela tiene poco que ver con la
ciencia-ficción, sin embargo no me he podido resistir a reseñarla aquí por
estar narrada nada más y nada menos que por un feto, una idea que me parece
digna de un autor de ciencia ficción. A decir verdad, McEwan no ha sido el
primero, existe un viejo relato de Brian W. Aldiss, que pueden encontrar En
la estrella imposible, titulado Psíclopes en la que un embrión
humano se comunica telepáticamente con su padre. El relato está contado en
primera persona desde el punto de vista del feto y cuando su padre establece
contacto por primera vez con él se lleva una buena sorpresa, pues no acaba de
comprender que exista algo que no sea él, puro solipsismo. En cambio el
protagonista y narrador de Cáscara de nuez es en todo momento consciente
de ser tan sólo un feto y sabe que flota en el líquido amniótico dentro del
cuerpo de una mujer a la espera de nacer. El gran mérito de McEwan es haber
logrado escribir íntegramente una novela con la considerable limitación que
supone un narrador encerrado durante todo el tiempo en el útero materno. McEwan
demuestra aquí su experiencia y solventa el difícil reto con mucho humor y
talento.
Lo primero que choca de
Cáscara de nuez es la
personalidad arrolladora que el escritor inglés confiere a su hombrecito en
ciernes. No llegamos a conocer su nombre, pero sí sus gustos, que no son
precisamente los de un bebé ni tampoco los de una persona común. Las
preferencias de la criatura están perfectamente asentadas y sería fácil
imaginar que el Nesquik o los helados estarían entre ellas, pero no, lo que le
gusta es el vino francés y no el de cualquier añada. Además de tener ideas bien
claras sobre gastronomía, el nonato se permite opinar sobre cualquier tema ya
sea de política internacional, del calentamiento global, de teorías agoreras
sobre el futuro y de poesía inglesa. Nada se le escapa y así acaba por resultar
el personaje más cabal de la novela. La arriesgada decisión de convertir al
embrión en una especie de adulto (yo me imagino al propio McEwan encogido en
posición fetal dentro del útero materno), aunque pueda parecer en principio
algo descabellado, es uno de los grandes aciertos de novela, con el que el
autor además de un punto de vista diferente imprime gran comicidad al relato. A
pesar de la erudición que demuestra el protagonista, lo cierto es que sólo
puede tener una precepción sesgada de la realidad y desde su encierro natural
debe construir su mundo a partir de lo que escucha a su alrededor, esto es, de
los zarandeos que le ocasiona su madre y de los alimentos que esta ingiere. Así,
por las conversaciones que mantiene su progenitora con su amante deduce que su
padre corre peligro y por lo tanto también su propio futuro como niño. En
realidad la anécdota que se narra es
escasa y McEwan, que conoce las limitaciones que conlleva tener a su narrador
enclaustrado, no alarga la novela innecesariamente por lo que logra que sus 217
páginas parezcan pocas.
El McEwan que hace ya bastantes años nos incomodaba con
los relatos incluidos en Entre las sábanas y con su novela El Jardín
de cemento, o nos horrorizaba con El inocente, ha dado paso a un
escritor más sosegado, irónico y de gran sentido del humor como demostró en Solar,
una de sus últimas novelas. Se trata de una evolución natural y si McEwan ha
demostrado algo es su capacidad de no repetirse. En cualquier caso he de decir
que echo de menos un poco al McEwan más lóbrego y terrible.
En definitiva una novela breve, muy divertida, con diálogos
chispeantes y situaciones inconcebibles, que sólo la inusual perspectiva de un
feto pueden proporcionar. Un libro además que cuenta con un protagonista único
y entrañable, cuyo mayor deseo es poder tener su oportunidad y venir al mundo. No sabe
lo que le espera.
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