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Universo de pocos

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lunes, 19 de marzo de 2018

"Zona Uno" de Colson Whitehead

Zona Uno de Colson Whitehead            Lo cierto es que tras leer el comentario que escribió Ignacio Illarregui en C (aunque su valoración final es positiva) se me quitaron bastante las ganas de leer este libro, lo malo es que ya me lo había comprado. Cuando decidí adquirirlo Whitehead acababa de recibir el Pulitzer por El ferrocarril subterráneo, una novela que trata de un tren secreto que permite escapar a los esclavos de las plantaciones del sur de EE.UU. en el siglo XIX, no obstante, aunque menos galardonada, me atrajo más Zona Uno. El “mainstream” ya no le hace ascos a nada, temas antes exclusivos de la ciencia-ficción como los viajes en el tiempo, viajes interplanetarios, la supervivencia en mundos apocalípticos o incluso la superación de la muerte mediante la tecnología se han convertido si no en habitual en algo que ha dejado de sorprender; véase La mujer del viajero en el tiempo de Audrey Niffenegger, El libro de las cosas nunca vistas de Michel Faber, La carretera de Cormac McCarthy y Zero K de Don de Lillo. Sin embargo, que un escritor de literatura general se atreva con una de Zombis además de un gran atrevimiento supone introducirse en lo más despreciable y denigrado del género fantástico. Y claro, no pude resistirme.
 
            La historia que se narra, si es que se llega a contar algo, (al terminar el libro uno tiene serias dudas de que así sea), no se aleja del patrón zombi: un virus convierte en zombis a los que enferman, muertos vivientes mordiendo a todo el que pillan y contagiando a su vez a más gente, supervivientes que intentan organizarse, pillaje, ciudades devastadas, sangre, violencia... El protagonista, conocido como Mark Spitz, es un limpiador, y junto a su grupo se dedica a “limpiar” de zombis zonas de Manhattan previamente aseguradas por los marines. Su día a día consiste en entrar en casas, garajes y comercios y comprobar si ha quedado algún zombi escondido. Mientras realiza su trabajo, en los tres días en los que transcurre la novela, el protagonista va recordando su historia pasada, los días previos al apocalipsis, la noche en que se produjo el desastre y diversos episodios cuando ya reina el caos en el mundo. Whitehead ilustra la escasa acción con algún intento de ironía y una pretendida crítica social sobre los excesos de la sociedad de consumo, sin embargo, sus reflexiones pierden su eficacia entre aburridas evocaciones de la infancia y del pasado del protagonista que tienen nulo interés.
 
            El autor además pone muy poco de su parte para atraer o cautivar al lector. Y es que todo parece hecho a propósito para aburrir. Su gusto por la enumeración resulta la mayoría de las veces fatigosa, y en raras ocasiones aporta algo:
            “En aquellos primeros tiempos, todos ellos esperaban el momento de escapar. Todos ellos y los solitarios; los alternativos, los jóvenes que estudiaban en otra ciudad y tenían morriña, y los profesores jubilados confinados en casa, los ancianos que creían que los injustos esquemas del mundo ya no podían sorprenderlos, los recién llegados en un momento inoportuno, sin amigos...”
            Ejemplos como éste los hay por docenas. Hay reconocerle a Whitehead la habilidad especial que tiene para la elaboración de frases aburridas.
 
            El continuo ir y venir del pasado al presente y su interés por detalles muchas veces superfluos no ayuda al lector a conectar con una historia que tiene muy pocos pasajes que logren seducir. A mí lo único que logró sacarme del bostezo fueron los “scraggs”. En la novela existen dos tipos de zombis: los “skels”, el zombi habitual conocido por todos que se dedica a comerse a los demás, y los “scraggs” que permanecen en una especie de estado catatónico, paralizados repitiendo hasta el infinito una acción intrascendente con la que se sienten a gusto, como hacer fotocopias o mirar un retrato. Parecen atrapados en un pasado que nunca volverá pero muchos supervivientes, en medio del caos, parecen mirarlos con envidia.
 
            El protagonista, Mark Spitz, no sólo es un hombre mediocre, es el más mediocre de todos los hombres, un verdadero experto en mediocridad, algo que le ha permitido en el pasado salir siempre adelante. Nunca ha destacado por nada, pero el mundo tras la epidemia se ha convertido en el paradigma de la mediocridad y nadie está mejor adaptado que Mark Spitz  para sobrevivir en él. El futuro es de los mediocres, parece querer decirnos el autor y para confirmarlo se empeña (y consigue) en hacer su novela lo más aburrida posible.

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