Gaiman es un escritor de sobra
conocido por todos, que empezó su carrera literaria como escritor de cómics,
una carrera que iría ampliando con la escritura de novelas y de guiones para
series de televisión. Mi primer contacto con él es de hace poco tiempo, a través
de un libro de cuentos titulado Humos y espejos, una antología que
contiene algunos relatos muy buenos junto a otros que se notan claramente de
encargo. No debe ser su mejor libro, en cualquier caso me gustó su manera
limpia de escribir y su particular modo de enfocar la fantasía. Hasta entonces
lo había rehuido por considerar que su obra estaba dirigida a un público sobre
todo infantil.
Debo decir además, que soy un tanto
puntilloso a la hora de escoger lecturas de género fantástico. Hay un cierto
tipo de literatura fantástica de la que huyo como alma que lleva el diablo. Hay
temas (siempre queda algún resquicio para las excepciones) que no dan más de sí
como los vampiros, los dragones o los escenarios medievales con reyes,
princesas y vasallos. Tampoco me gusta que los hechos sobrenaturales sucedan sólo
cuando le conviene al autor, ex profeso para salir de un atolladero argumental.
Lo que quiero decir es que huyo de relatos con embrujamientos, con magos y
brujos omnipotentes en los que el conflicto se prolonga de manera artificiosa
cuando al final todo podría resolverse con una varita mágica. Esto reduce
bastante las posibilidades y me hace descartar grandes clásicos de la
literatura fantástica que prefiero no mencionar. Pero ante todo busco que, por
muy fantástica que sea la historia, tenga que ver con la realidad que vivimos,
que no sea un mero ejercicio hueco de creatividad.
Pues bien, precisamente muchos de
estos elementos negativos que he mencionado antes son los que emplea Gaiman
para escribir El océano al final del camino. En la novela todo parece
suceder por antojo del autor, las luchas entre las fuerzas del bien y del mal a
las que asistimos se rigen por leyes que Gaiman da la impresión de improvisar
según su conveniencia. Y tampoco parece que haya un propósito claro para lo que
sucede, un trasfondo alegórico que lo enlace con el presente, que como he dicho
antes es por lo que me atrae la fantasía. Digamos que la novela tiene todo lo
que me disgusta y, sin embargo, debo decir que funciona. ¿Y cómo es eso
posible?
El mundo fantástico en el que nos sumerge Gaiman no es un fin en sí mismo sino un sugerente vehículo con el que trasladarnos a la infancia y hacer que pensemos y sintamos como si fuéramos niños. En fin, que nos despojemos de la piel encallecida de adulto y creamos que esas cosas maravillosas y siniestras que imagina: polillas, pájaros del hambre, agujeros de gusano.., son posibles. Como decía al principio de esta reseña Gaiman aparta a un lado la razón y se emplea a fondo en despertar en nosotros esas emociones de nuestra niñez que habíamos olvidado, y además quiere que las sintamos con la intensidad de un niño. Es un poco como lo que hacía Bradbury en muchos de sus relatos, impregnados de una nostalgia a veces un tanto sentimental y llenos de esos iconos de la infancia norteamericana como son halloween, los porches al atardecer y las ferias ambulantes.
En El océano al final del camino no encontraremos porches ni ferias ambulantes pero si a una abuela entrañable que prepara las mejores tortitas a la plancha para desayunar, a una niña intrépida y mágica y a una niñera completamente detestable. Nos reencontraremos con el miedo a la oscuridad y a lo desconocido y nos encontraremos también, y eso resulta más inesperado en este tipo de relatos, con el recelo de un niño hacia su padre. Gaiman no parece echar de menos su infancia, lo que de verdad echa de menos es volver a sentir como cuando era niño. Al cerrar las últimas páginas de este no muy extenso libro uno no puede sino participar de ese mismo sentimiento.
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