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Universo de pocos

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viernes, 31 de julio de 2020

Cuento:"Apocalipsis chorra"

No acaba de mejorar este año. Lo comenzamos asomándonos a uno de esos apocalipsis que tantas veces habíamos visto en el cine o en televisión. Nos dimos cuenta de que éramos más vulnerables de lo que creíamos y reflexionamos sobre nuestra posición en el mundo: comprendimos que la naturaleza no es algo que está a nuestra merced, algo capaz de soportar todo los agravios que le infligimos. Al principio fueron muchos los que pensaron que la pandemia nos haría mejores. El dolor y el miedo pareció unirnos. Aplaudíamos con emoción todas las tardes a los sanitarios creando un sentimiento único de concordia, un vínculo humano entre todos nunca visto antes. Aún parecía haber esperanza para el ser humano. Por desgracia seguimos siendo los mismos de siempre.

Hace algunos años, antes de que todo esto ocurriera, escribí un cuento en el que imaginé un apocalipsis muy distinto. Pensé en publicarlo en el blog en plena pandemia, sin embargo, con las cifras diarias de muertes no me pareció oportuno hacer bromas. Ahora que se han calmado un poco las cosas y que ha llegado el verano me parece una buena manera de despedir el blog hasta septiembre. Espero que os guste.








APOCALIPSIS CHORRA
por Carlos Morgenroth


El café del desayuno fue el primer indicio de que las cosas habían dejado de ser como eran. Un sólo sorbo, que escupí de inmediato, me bastó para tirar el resto por el fregadero. Supuse que el café se había echado a perder en la lata en la que lo guardaba y me hice otro sin detenerme a pensar en otra posible causa. El primer trago acabó de la misma manera, convertido en una masa de espumarajos flotando sobre los residuos previos. Achaqué el mal sabor al agua y decidí no darle más vueltas. Sin el café mi mente no estaba para hacerse demasiadas preguntas y menos para contestarlas. No perdí la esperanza de poder darme el chute de cafeína que reclamaba mi organismo y decidí probar en el bar que había debajo de casa. Tampoco logré bebérmelo, sabía, ¿por qué andarse con rodeos?, a mierda. Al depositar la taza con el repugnante brebaje sobre la barra advertí que a todo lo largo había más tazas de café sin terminar. Pregunté al camarero y me respondió con un encogimiento de hombros. A partir de allí el día se fue haciendo momento a momento cada vez más extraño.

El jefe de la empresa donde trabajaba, siempre tan enérgico y gruñón, se mostró apático toda la jornada, parecía desentenderse de todo, como si el negocio hubiera dejado de ser suyo. En cambio el encargado, que suele aprovechar cualquier circunstancia para escaquearse, no cesó de ir de un lado a otro y de apremiar a los trabajadores. Por increíble que pareciera se había convertido en el nuevo jefe. Yo mismo me sorprendí poniendo mucha más atención de la que suelo en efectuar mi trabajo. Eran muchos años en la nómina de la empresa sin recibir jamás un agradecimiento o una felicitación. Esa falta de consideración, por otro lado nada extraordinaria en este país, había acabado por mermar mi entusiasmo. Y ahí estaba yo ese día, esmerándome en hacer mi trabajo lo mejor posible.

Lo que estaba sucediendo era muy raro y se lo comenté a un compañero. Se mostró de acuerdo conmigo, pero ninguno de nosotros pudo encontrar una explicación a esta incomprensible inversión de papeles. Durante la comida se produjeron más escenas delirantes. El menú del día no fue del gusto de nadie. Lo más curioso es que nuestra mesa no era la única con problemas en -el repleto comedor (muy intelectual)-. El pollo, que otros días era lo primero en acabarse, era rechazado por todo el mundo. Hasta el camarero lo probó y no pudo tragarlo. Casi todos nos decidimos por las acelgas y por el hígado encebollado.

El resto de la semana continuó en la misma línea. Hacíamos cosas que antes no se nos habrían pasado por la cabeza, zampábamos con deleite alimentos que no habríamos probado ni por asomo, veíamos programas de televisión que hasta ahora habíamos detestado, nos reíamos de circunstancias que antes no nos producían la menor gracia y hablábamos de temas que nunca nos habían interesado lo más mínimo. Yo era el máximo sorprendido ante las cosas que hacía y decía. Los cambios no se habían producido sólo en mi entorno cercano, el mundo entero se había visto afectado. Los índices de audiencia de los programas de televisión habían dado un vuelco, la poesía aparecía en los primeros puestos por encima de los libros de cocina, el reguetón había desaparecido del planeta, las tiendas de tatuajes y piercings cerraban, los pantalones en lugar de rotos se llevaban con la raya del planchado a la vista, la piel morena se relacionaba con el cáncer, los hombres se dejaban bigotes dalinianos y las mujeres ya no se depilaban. Las empresas grandes eran las más afectadas. Coca Cola había sufrido en una semana unas pérdidas inmensas, en las tiendas de Zara no entraba un alma, Facebook se iba al carajo y Justin Bieber se había metido a cura. Todo estaba patas arriba.
Tuvo que ser un profesor de segundaria de un remoto pueblo de Albacete el que diera con la explicación (la élite científica también se había visto afectada). Encontró una correspondencia entre los cambios de los gustos de la población y la fuerte actividad solar de la noche anterior. La Tierra, a consecuencia del fenómeno, se había visto sometida a un fuerte campo magnético que habría podido  afectar a los cerebros de toda la población.

El Apocalipsis había tenido lugar sin que nos diéramos cuenta y sin que siquiera pudiéramos lamentarlo, pero lo cierto es que las cosas ya nunca volverían a ser como antes. Era el fin de una era: el fin del mundo tal y como lo conocíamos, y había llegado de una manera muy diferente a la que todos creíamos y habíamos visto en las películas. Los cielos no se habían visto iluminados por miles de rayos, la tierra no se había  resquebrajado, la luna no nos había aplastado tras salirse de su órbita y la gente tampoco había empezado a vomitar sangre o a morderse los unos a los otros. Nada de esto había sucedido. Había sido una noche como cualquier otra, tanto es así que a la mañana siguiente nos habíamos despertado sin sospechar nada pero con los gustos cambiados. Para ser exactos se habían vuelto opuestos, una insignificancia que daría lugar a cambios igual de drásticos a los que se habrían producido en caso de que la Tierra se hubiera salido de su eje.
Miles de empresas cerraron y otras tantas nuevas se crearon para adaptarse a los nuevos gustos de la gente. Los que antes eran ricos empobrecieron, los que  antes se consideraban guapos ahora daban asco, las costumbres cambiaron, la gente dejó de hacer turismo y de comer comida basura y por increíble que pareciera en lugar de fútbol se hablaba de filosofía por la calle. Los gobiernos cayeron uno a uno y los gobernantes fueron sustituidos por gente que nunca se había dedicado a la política. Mientras tanto los antiguos políticos araban dichosos el campo o trabajaban (¡las vueltas que da la vida!) para la industria cinematográfica.

¿Han mejorado las cosas? En muchas cosas supongo que sí, aunque mis nuevos gustos no me permiten apreciarlo como es debido. ¿Qué le voy a hacer? Sigo sin pertenecer a la masa. Tal vez mis gustos se hayan vuelto ahora más chabacanos y hayan perdido refinamiento, ¿y qué?  Lo cierto es que nada de eso me importa. Tengo material de sobra para satisfacer mis nuevas inquietudes. Y aunque ahora sea yo el que se vista con pantalones cagados, escuche reguetón y vea infames reality en la tele, puedo seguir sintiéndome diferente a los demás. ¿Y al fin no es eso lo que importa?

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