Esta novela de sugerente título, La coartada del diablo, le proporcionó a Manuel Moyano el premio Tristana de novela fantástica en 2006. Con ella el escritor nacido en Córdoba quiso crear un relato clásico de terror que, teniendo como modelo el terror anglosajón, se localizara en un paraje de la España profunda con todas las singularidades en cuanto a personajes y a situaciones que eso trae consigo. En ese sentido Moyano sale airoso de la empresa gracias a una historia que sabe recoger muchos de los tópicos de la España rural sin caer en lo trillado.
Al igual que Lovecraft se inventaba pueblos en decadencia en Nueva Inglaterra para situar muchas de sus historias de horror cósmico, Moyano concibe su propio escenario, un pintoresco Manfraque en el que el mal está al acecho. Se trata de un villorrio de mala muerte al borde del abandono como muchos otros pueblos de España, que tal vez podría encontrarse en Castilla o Extremadura (el autor no proporciona demasiados datos para su localización). Lovecraft puebla su Insmouth imaginario de unos seres de aspecto repulsivo, de ojos saltones y cabeza estrecha, Moyano hace que unos seres, los «bubos», que en su día fueron humanos, habiten unas cuevas en los montes que rodean Manfraque. Uno de los personajes de la novela que no simpatiza mucho con estas criaturas las describe así:
«Al
parecer, la endogamia y el aislamiento se han conjurado con el agua envenenada
para engendrar a lo largo de los siglos una raza de cretinos deformes y
babeantes proclives a la vagancia y la
promiscuidad».
Es una lástima que estos pobres «bubos» dignos de lástima no tengan el protagonismo que las primeras páginas parecen prometer. La novela sigue por otros derroteros y estos seres imaginarios sirven al autor poco más que para dar un poco más de color y un toque insólito al pueblo. Mayor relevancia tienen los representantes de los poderes fácticos que, como suele ocurrir en los entornos rurales, no son otros que el cura, el médico y el maestro, que en este caso hace también de mandamás del pueblo. Moyano sabe dotarlos de unas particularidades que los hacen más interesantes. Por ejemplo, Paniagua es además de médico un antropólogo aficionado que sueña con obtener el Nobel gracias a sus minuciosos estudios sobre los «bubos». O Jambrina, el sacerdote, que en sus sermones trata temas tan acuciantes para sus parroquianos como la interpretación herética del Apocalipsis realizada por una incierta secta.
El protagonista es un hombre que
después de treinta años de matrimonio se ha quedado solo debido a la muerte de
su mujer. La casa de la ciudad que compartían guarda demasiados recuerdos por
lo que abrumado decide retirarse a este pueblo remoto, que ni siquiera conoce,
llamado Manfraque. A su llegada al pueblo alquila una casa a Tránsito, una
mujer voluminosa e incansable cuyo marido se encuentra en estado vegetal debido
a una esclerosis múltiple. Entonces comienzan a ocurrir una serie de desgracias
de las que muchos culpan a los «bubos». A través de unas cartas escritas en un
lenguaje culto y a veces en desuso que el protagonista envía con periodicidad a
su primo, vamos conociendo los hechos. Hasta ahora he hablado de los
protagonistas humanos pero en realidad el gran protagonista de la novela es el
lenguaje. Se trata de un lenguaje como decía de gran riqueza, con abundancia de
palabras arcaicas que me hicieron pensar que la historia transcurría en el
pasado. En un principio esto me confundió y después, cuando me di cuenta de mi
error, me vi obligado a recomponer la imagen mental que me había estado
haciendo hasta entonces. Todo acontece en el presente o en un pasado reciente,
lo que sucede es que la manera en que se expresa su protagonista y el modo en
el que actúan los vecinos nos invitan a creer que estamos leyendo las cartas
envueltas en polvo y telarañas del olvidado baúl perteneciente a un antepasado.
Las historias de terror resultan más verosímiles y funcionan mucho mejor cuando
suceden en el pasado, algo que el autor de El imperio de Yegorov no
desconoce.
Arropada la historia por un
vocabulario rebuscado pero sin llegar a los términos inventados por Santiago
Lorenzo en Los asquerosos (otra novela rural muy diferente) la historia
discurre entre momentos de cierta ternura, de misterio, de terror e incluso de
voluptuosidad desaforada y también de humor, de un humor sutil casi invisible
que se aprecia sobre todo en el retrato que se hace de los personajes. La única
pega que se le puede poner a la novela es que su desenlace resulta un tanto
previsible, casi desde el principio dejó de ser un secreto para mí lo que sucedía.
Pero esto no debe ser un impedimento para disfrutar de este libro, que, como la mayoría de los que escribe Moyano, sabe a poco.
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