De todas las distopía clásicas Kallocaína, de la escritora sueca Karin Boye, es una de las más desconocidas y también de las más singulares. Fue publicada en Suecia en el año 1940, en plena segunda guerra mundial, cuando media Europa asistía con horror a cómo las tropas nazis avanzaban imparables. En este clima de miedo e incertidumbre, de violencia e indefensión vio la luz esta atípica novela. Un año después Boye se quitaría la vida.
La mayor parte de la acción sucede en un lugar
denominado Ciudad de la Química número 4, una metrópoli enclavada dentro de un
megaestado que abarca gran parte del territorio mundial y que en ningún momento
queda definido. Ni siquiera sus habitantes sabrían localizarlo en un mapa ya
que el estado prohíbe establecer cualquier relación geográfica entre las
diferentes ciudades. Este detalle ya nos da una idea del grado de control
monomaniaco al que el estado somete a la población. Estamos ante un régimen
totalitario que recuerda mucho a los descritos por George Orwell en 1984
o Zamiatin en Nosotros. Si en la novela del autor ruso, modelo de la
mayoría de las distopías posteriores, la gente vive en casas de cristal para
que puedan ser permanentemente observadas, en Kallocaína, al igual que
en la novela de Orwell, el control se realiza de una manera menos rudimentaria,
haciendo uso de la tecnología y de algo parecido a cámaras de vigilancia. Sin
embargo, las consecuencias en definitiva son las mismas, una sociedad sometida
por el miedo, sin la más mínima libertad, deshumanizada y carente totalmente de
vida privada. Gracias al descubrimiento que realiza el personaje principal de Kallocaína
este control, de por sí abusivo, puede dar un paso más allá. Leo Kall ha logrado
sintetizar un compuesto que permitirá desenmascarar con facilidad a quienquiera
que albergue pensamientos subversivos o inmorales. Una simple inyección de
kallocaína, nombre dado a la sustancia en honor a su descubridor, es suficiente
para que el sujeto conteste de manera sincera y con plena consciencia a todo lo
que se le pregunta. Los resultados durante las primeras pruebas con las cobayas
humanas que suministra el Servicio de Víctimas Voluntarias no dejan a Kall
indiferente. Sus respuestas sin filtro en un una sociedad acostumbrada a fingir
junto con la presencia durante las pruebas de su ayudante, Rissen, que por
alguna razón le incómoda y le irrita, trastocan por completo a Kall. Siempre se
había considerado un individuo entregado al régimen, deseoso de demostrar su
valía y ahora de repente las confesiones remueven algo dentro de él y le
preocupa que puedan llegar a minar sus sólidos principios.
No es un personaje que brille por su simpatía. Su
comportamiento es bastante psicótico, a veces da la impresión de que sufre de
manía persecutoria, que se manifiesta en una desconfianza atroz hacia todos los
que lo rodean, en particular hacia su mujer y hacia el ya mencionado Rissen. A
juzgar por los resultados de los experimentos no es el único en estar trastornado;
parece la consecuencia lógica en una sociedad que vive bajo el yugo del miedo y
cuyo único aliciente es servir al estado.
La mayor diferencia que observo con respecto a otras
distopías clásicas es el marcado tono intimista y reflexivo de la novela. Lo más
sustancial sucede en la mente de su protagonista, propiciado muchas veces por
lo que le refieren los sujetos sometidos a la kallocaína. La lástima es que lo
hagan mediante larguísimas y abstrusas parrafadas. Aquí es donde se le notan
los años a la novela, en el estilo en ocasiones pedante y anticuado en el que
se expresan los personajes. Es el precio a pagar a cambio de un texto de mayor
profundidad al que estamos acostumbrados, sobre todo si nos fijamos en la
literatura fantástica que se viene publicando en los últimos años.
La novela termina de una manera un tanto repentina
dejando muchas cosas sin aclarar. Su
protagonista parece resignarse a lo poco que tiene pero lo cierto es que la
novela no deja mucho lugar a la esperanza. El interés de Kallocaína es
innegable, posee elementos de evidente originalidad y tiene el mérito de
haberse anticipado a la distopía totalitaria por excelencia, 1984. El
problema que veo es que queda empequeñecida ante una obra maestra de ese
calibre.

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