Los kentukis que dan título a la última novela de Samanta Schweblin son unos pequeños y simpáticos peluches mecánicos que adoptan la forma de diferentes animales: topos, conejos, cuervos, pandas, dragones y lechuzas. Estos aparentemente inocentes muñecos, de nombre tan curioso, llegan a convertirse, sin embargo, en peligrosos y molestos artefactos capaces de arruinar la vida a cualquiera. Parece claro desde el primer momento que la intención de la autora porteña es reflexionar acerca de cómo las nuevas tecnologías pueden alterar nuestra vida cotidiana.
En un principio podría pensarse que
escribir toda una novela con unos ridículos peluches como protagonistas es un
suicidio y que el envoltorio escogido para presentar el mensaje que se desea transmitir es demasiado evidente,
pero lo cierto es que la autora no sólo sale airosa del reto, sino que además
logra ir más allá de su propuesta inicial de criticar la utilización que se
hace del móvil y de las redes sociales y consigue hacernos cavilar sobre la
inherente curiosidad del ser humano hacia sus semejantes, sobre la importancia
de la intimidad y sobre la contradictoria necesidad de mostrarnos o exponernos
ante los demás.
Su novela anterior, Distancia de
rescate, además de ser nominada al Man Booker Prize International y ganar
el premio Shirley Jackson a la mejor novela corta, fue muy bien recibida por la
crítica por lo que había una gran expectación ante su segunda novela. La
originalidad de Distancia de rescate residía sobre todo en el modo
elegido por su autora para contar la historia. A través de una intrigante
conversación entre una mujer y un niño de la que la autora nos hace partícipes,
poco a poco y de una manera admirable nos va revelando la relación que une a
sus dos protagonistas y el problema que los enfrenta. Con Kentukis
esperaba que la autora siguiera en la misma línea y volviera a sorprendernos
con una novedosa e intrincada narrativa, sin embargo en esta ocasión Schweblin
opta por una escritura algo más convencional aunque igual de eficaz.
Pero quizás lo mejor sea empezar por
explicar de qué va el libro. He omitido antes que esos inocentes peluches
llamados kentukis hacen posible que un completo desconocido se introduzca en el
hogar de quien lo ha adquirido. Sólo con tener un ordenador, una conexión telefónica
y un programa determinado es posible establecer un vínculo permanente con el
kentuki, de forma que alguien, que quizás se encuentre a miles de kilómetros de
distancia, puede curiosear a su antojo por la casa y ver todo lo que hacen sus
ocupantes. La movilidad de estos
peluches es escasa, sólo poseen unas pequeñas ruedas para desplazarse, y
la comunicación se limita a unos meros gruñidos lo que propicia que la gente
los trate como si fueran verdaderas mascotas y confíe en ellos.
Más que una novela, Kentukis
es un libro de relatos, de historias humanas que la autora turna a la manera que suele hacerlo
David Mitchell, es decir, alternándolas de forma que un personaje o un
elemento, en este caso los kentukis, se conviertan en el nexo de unión. Los
personajes podrían clasificarse en dos categorías: “exhibicionistas”, los
propietarios de los kentukis, y “voyeurs”, que serían los que se conectan al
peluche. El conflicto se produce en gran parte porque la relación no es de
igual a igual. Mientras que el que maneja el kentuki es testigo de todo lo que
hace su dueño, éste último no tiene ni idea de quién está detrás. Entre los
personajes que podemos encontramos en el libro tenemos una anciana peruana que
suple la ausencia de su hijo, que vive en Hong Kong, observando la vida de una
joven en Alemania. A un niño que prefiere conectarse a un kentuki antes que
estudiar. A un hombre que se aprovecha de una laguna legal para sacar
rendimiento económico a los kentukis. A un padre separado que quiere
comunicarse a toda costa con el kentuki de su hijo. Y también a una chica que,
celosa del éxito de su novio como artista, compra por despecho un kentuki. Se
trata de historias cotidianas que Schweblin convierte a veces en terroríficas;
algunas con finales sorprendentes, incómodas la mayoría de ellas y siempre empapadas de tensión.
Por otro lado, vemos que los
personajes de Schweblin se mueven por
diferentes partes del mundo: Perú, Oaxaca, Alemania, Italia...y ello parece
indicar que la autora entiende que nadie está a salvo de los peligros de la
mala utilización de la tecnología. Precisamente con esta excusa, la de
hablarnos de las nuevas y muchas veces precarias formas de relación social que
se establecen gracias a las nuevas tecnologías, Samanta Schweblin aborda temas
como la soledad, la necesidad del ser humano de comunicarse, el afán de darnos
a conocer a los demás y sobre todo de la atracción irresistible que supone para
nosotros la puerta abierta a una vida. Y es que todos hemos sentido aluna vez
la tentación de curiosear en el hogar de otro, tal vez para contrastar su mundo
con el nuestro. No seré yo quien lo censure, cuestionable o no, es algo que, en
cierta manera, todos aquellos a los que nos gusta leer hacemos cada vez que nos
sumergimos en un libro. Merece la pena zambullirse en la vida de estos
personajes que nos trae Samanta Schweblin, pero evite estos malditos kentukis
de peluche y cómprese el libro. No se arrepentirá.
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