El primer relato del libro es Romance diferido, de Mike Resnick, y aunque el título pueda sugerirlo, no tiene nada que ver con cierta conocida expolítica entre cuyas aptitudes estaba la de despedir en diferido y la de explicarse con admirable rigor. Se trata de un relato romántico, realmente emotivo contado con una gran sencillez y cuyo gran acierto está precisamente en esa aparente simplicidad. Una historia de amor que no es de juventud como suele ser habitual, sino de un hombre al final de su vida.
La concubina y el Bárbaro, de
Rodolfo Martínez, está bien escrito, bien ambientado y seguramente encantará a
los entusiastas de Conan. A mi parecer sería un buen comienzo para una novela,
por sí sólo se me queda incompleto.
Siegaespectros o La vida después
de la venganza, de Tim Pratt, es uno de esos relatos ingeniosos y
divertidos como los que se escribían antes. Un cuento en el que todo sucede muy
rápido y que muy bien podrían haber firmado Fredric Brown, John Collier o Roald
Dahl.
Las cadenas de la casa Hadén,
de Ferrán Varela, está escrito con enorme corrección; se trata de un relato
sobrio sobre el sacrificio que hace un padre, pero que a mí personalmente me
dice muy poco. La historia no
parece desarrollarse en ningún lugar o tiempo determinado, pero aparte de eso
no contiene más elementos fantásticos.
En La verdad del muro de piedra,
de Caroline M. Yoachim, se pone en cuestión las tradiciones ancestrales,
aquellas que, muchas veces a pesar de su crueldad y de su arbitrariedad, pasan
de padres a hijos sin generar rechazo alguno, sólo por la discutible razón de
llevar practicándose desde hace siglos. Un relato duro y sin concesiones no
apto para todos los paladares.
Rosa de Navidad, de Abel
Amutxategi, es una sucesión de tópicos y lugares comunes sobre vampiros y
mundos apocalípticos que sólo un vuelco al final del relato habría podido
salvar. A Amutxategi le da además por situar la acción en un lugar llamado
Blackhill y singularizar como
protagonista a un tipo llamado Farrel Dixon (que no ha debido ver una película de vampiros en
su vida) en lugar de ubicarla en Albacete y hacer que el personaje principal se
llame Juan Pérez.
El viento soñador, de Jeffrey
Ford, es un precioso cuento como los de toda la vida lleno de imaginación,
tierno, con descabelladas fantasías y personajes encantadores cuyo tono
recuerda a Bradbury. Por cierto, no entiendo por qué dejó de publicarse en España
a este maravilloso autor.
En cambio, en En la isla José Jesús García Rueda se
inspira claramente en Borges y en Bioy Casares. Un juego de espejos
perfectamente ensamblado y con un final que no se queda atrás.
En El naturalista, de Maureen
F. McHugh, volvemos a un escenario trillado en exceso, en este caso de zombis.
Un relato cruel que intenta buscar la originalidad donde es imposible mediante
una historia en la que los más despiadados no son los zombis.
Rojo, de Cristina Jurado,
arranca tan fuerte que la narración sólo puede concluir en un festival de
sangre y perversión para que la tensión vaya “in
crescendo”. Sin embargo,
las atrocidades que se cuentan en este relato aderezado digamos de una nada sutil
poética de la crueldad, no llegan a provocarme ni a horrorizarme y es que ante
determinado nivel de horror mis sentidos se saturan y mi mente se protege
insensibilizándose.
El horror de Valserenosa, de Rubene
Guirauta, es un pastiche con monstruo primigenio, cuya originalidad estriba en
situar la historia en los Monegros alrededor de 1850. El clima de terror está
muy bien logrado así como la imitación que hace de la escritura de la época,
pero no deja de ser el típico relato con un monstruo horrible.
Una selección muy digna que comentaré
con más detalle en las conclusiones finales de la reseña del segundo volumen, Ciudad
Nómada y otros relatos, que Villarreal lanzó simultáneamente con esta
colección.
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