La policía de la memoria es una novela que escapa a todas las etiquetas. Su título y su inicio nos hacen pensar que podría tratarse de una distopía pero según nos adentramos en la historia nos vamos dando cuenta de que el objetivo prioritario de la autora no parece ser realizar una crítica a los totalitarismos. Llegando al final, el relato se convierte en una historia de fin del mundo que podría convertirla en apocalíptica pero se trata de un apocalipsis tan diferente y tan personal que la etiqueta le quedaría pequeña. De manera que estamos ante uno de esos libros indefinibles como El país de las últimas cosas (1987) de Paul Auster, El alfabeto de fuego (2012) de Ben Marcus o la Ciudad y la ciudad (2009) de China Miéville por poner algunos ejemplos de libros inclasificables, de novelas que demuestran que aún es posible abrir nuevos caminos en la ficción.
La acción de la novela sucede en una isla indeterminada de la que ni siquiera llegamos a conocer su nombre, en la que de manera esporádica y arbitraria desaparecen elementos de la vida cotidiana, conceptos e incluso seres vivos de manera irreversible. La primera desaparición de la que se nos hace partícipes es la de la flor del rosal. Un día el arroyo que discurre cerca de la casa de la protagonista aparece cubierto de infinidad de pétalos que el agua arrastra al mar hasta su extinción:
«Mis sospechas se confirmaron: en el jardín de rosas no quedaba ni una sola de sus flores. Sólo las hojas y sus espinosos tallos permanecían inalterados como huesos descarnados».
Todo es contado con una prosa lírica impregnada de una persistente melancolía. Con la desaparición de estos objetos se desvanece también su recuerdo en la memoria de las personas, y la gente acaba por olvidar que esos objetos existieron alguna vez y formaron parte de sus vidas. Antes de las rosas desaparecieron los pájaros, los perfumes y los ferries que permitían salir de la isla. Lo curioso es que los habitantes de ésta lo aceptan sin hacer un drama de ello, como si fuera algo irremediable y acaban por habituarse a las desapariciones con una sumisión y una falta de rebeldía que contagia al lector.
Como suele ocurrir en muchos relatos de Kafka la mayoría de los personajes de La policía de la memoria carecen de nombre. Nunca llegamos a saber el nombre de su protagonista, quien además es la narradora de la historia. Tiene un amigo que vive en el antiguo ferri que éste pilotaba antes de que se produjera su «desaparición» y que ahora permanece varado en el puerto. Allí se reúnen para tomar pastas y té pero su nombre tampoco es mencionado, sólo es el anciano. Como tampoco se dice nunca el nombre completo del otro personaje, que junto al anciano completa la terna de personajes principales del libro. La narradora se refiere a él como el señor R. Se trata de su editor. La protagonista se gana la vida como novelista aunque no parece que haya mucha gente en la isla que lea sus libros. En este momento escribe la historia de una mecanógrafa que pierde su voz y debe comunicarse con su novio a través de una máquina de escribir. Se trata de un relato de tintes surrealistas que va cobrando cada vez más importancia en la novela de Ogawa.
La policía de la memoria, que da el título a la novela, se dedica a velar para que estas desapariciones se hagan efectivas y para que nadie conserve en su casa o incluso en el recuerdo uno de estos objetos desaparecidos. La autora no concreta la manera en que se producen estas desapariciones, que a veces parecen reales y que en ocasiones parecen producirse solamente en la mente de los personajes. Cuando se produce una desaparición en la isla (al menos algunas de ellas) todos los habitantes dejan a un lado lo que están haciendo y se apresuran a destruir el objeto sentenciado por la policía de la memoria. Esta contradicción aporta a la novela un marcado tono de absurdo y de pesadilla que al final del libro se hace más acusado gracias a un desenlace entre terrorífico y grotesco que puede desconcertar a más de un lector. Sin embargo Ogawa huye de todo efectismo y los horrores que narra no lo son tanto seguramente por la manera sosegada en que son descritos. Lo cierto es que la autora mantiene durante toda la novela un mismo tono pausado, que por otra parte acentúan esa sensación de que no hay nada que hacer, de que el destino es inexorable.
Se trata de un libro que puede dar lugar a muchas interpretaciones, de metáforas no siembre obvias. Algunos mantienen que es una crítica a los totalitarismos pero como ya he comentado al comienzo de la reseña yo pienso que la novela es mucho más que eso. Ogawa nos habla del olvido, de los recuerdos que vamos perdiendo según pasan los años sin que nos demos cuenta y que aceptamos con resignación aún cuando sabemos que lo que somos, que nuestra identidad se fundamenta en nuestros recuerdos, de manera que cuando estos desaparecen lo hacemos también nosotros. La novela está escrita con enorme delicadeza y rebosa imaginación y belleza. Es la primera novela que leo de esta autora pero puedo asegurar que no será la última si la implacable Policía de la memoria no me lo impide.
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