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Universo de pocos

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martes, 13 de diciembre de 2022

“Transcrepuscular”, de Emilio Bueso


Portada de “Transcrepuscular”, de Emilio Bueso
Hace cinco años y después de haberlo anunciado a bombo y platillo la editorial Gigamesh publicó en una edición limitada y de lujo Transcrepuscular, el primero de los libros de la trilogía Los ojos bizcos del sol de Emilio Bueso. El título dado a la serie con un matiz claramente bufonesco podría inducirnos a pensar que se trata de novelas en las que prima el cachondeo, y aunque Transcrepuscular no está exenta de humor, Bueso se toma más en serio de lo que parece el mundo que ha creado. El esfuerzo imaginativo, hay que reconocer que nada desdeñable, no me parece que esté encaminado a propiciar situaciones cómicas como sucede, por ejemplo, en la saga de Mundodisco escrita por Terry Pratchett.

Posiblemente el hecho de no conocer la obra de Bueso me salvó en su momento de precipitarme enfebrecido hasta la librería más cercana atraído como otros por la irresistible y doradisíma portada y gastarme los cuarenta euracos que costaba la exclusiva primera edición limitada del libro. Para ser del todo sincero tampoco lo habría hecho por más que Cenital (2012) o cualquiera de sus libros, de haberlos leído, me hubieran vuelto loco. Tampoco lo habría hecho  en caso de tratarse de otro autor. Lo que no deja de sorprenderme es que se quisiera convertir una novela escrita en un lenguaje popular y callejero y de ambientación «pulp» en un producto de élite. Me imagino que Gigamesh sabía lo que hacía y espero sinceramente que la jugada les haya salido bien porque la novela es muy entretenida.

Transcrepuscular es ante todo una aventura trepidante que adopta el clásico esquema de las novelas de viajes a mundos inexplorados. El éxito en este tipo historias queda supeditado sobre todo a la construcción de unos personajes con la suficiente solidez y a la creación de un escenario lo bastante atractivo. Así sucede en gran parte de las novelas de aventuras que leímos siendo niños como Viaje al centro de la Tierra (1864) de Julio Verne o La isla del tesoro (1882) de Robert Louis Stevenson. Puede decirse que Bueso cumple con creces ambos preceptos.

Empecemos por hablar de los personajes, unos seres que se salen por completo de lo común. Entre ellos cabe destacar a su protagonista, el Alguacil, un guerrero castrado que ha sido educado desde su infancia tanto en el misticismo oriental como en el arte de la lucha. Aunque el  personaje más original y que más me ha divertido es el Trapo, un ladrón que habla a través de un muñeco de manopla. Tampoco carecen de interés la Regidora o el Astrólogo, todos ellos con simbiontes en sus cabezas que les proporcionan notables mejoras a sus cuerpos y mentes. Estos simbiontes, que por cierto dan bastante asco, poseen la deplorable costumbre de introducir sus tentáculos gelatinosos en las fosas nasales, en los ojos o entre los huesos del cráneo de sus huéspedes para acoplarse así con sus cerebros. De ahí que se mencione la palabra «biopunk» (ya se sabe todo lo acabado en punk mola mucho) cuando se habla del libro, porque estos caracoles o babosas simbiontes realizan una función muy parecida a los implantes tan habituales en los relatos «cyberpunk». Todos estos personajes más otros que se les irán uniendo por el camino emprenderán la búsqueda de una reliquia robada a la comunidad a la que pertenecen.

Y aquí es donde el escenario imaginado por Bueso cobra toda su importancia. La acción  tiene lugar en un planeta que presenta siempre la misma cara al sol, por lo que existe una mitad que permanece en una oscuridad perpetua. Sólo una pequeña zona en penumbra, frontera entre los dos extremos, es habitable, el resto parece ser un desierto de fuego o de hielo. Montados en extrañas cabalgaduras como libélulas, avispas o mariposas nocturnas gigantes el Alguacil y sus acompañantes vuelan hasta lo que llaman el Agujero del Mundo. Es un lugar terrible al que los mapas de los que disponen no indican cómo llegar. En su misión deberán enfrentarse a multitud de peligros: hormigas gigantes, serpientes voladoras y colosales tempestades. Tanto el escenario como el periplo a lo Conan nos trasladan a la fantasía heroica más genuina como la que escribía Edgar Rice Burroughs. Sin embargo debemos tener en cuenta que la historia está narrada por su protagonista, un hombre desconocedor de la tecnología. En su mundo no hay otro motor que la fuerza animal. La acción motriz es proporcionada por todo tipo de invertebrados gigantes como caracoles, tábanos, hormigas o ciempiés, así que, cuando el narrador es testigo de fenómenos que es incapaz de explicar opta por atribuirlos a fuerzas esotéricas. Bueso va dando pistas a lo largo del relato de que no es así, de que en el pasado todo pudo ser diferente. El escenario acaba por convertirse en el principal enigma a resolver en un contexto de ciencia ficción.

Y llegamos al punto más espinoso de la novela: el estilo. El uso que hace del lenguaje coloquial sin renunciar a los tacos puede parecer extemporáneo, y es muy posible que rechine a muchos pero desde mi punto de vista le aporta una espontaneidad y una frescura que no le sienta nada mal a la narración. Tampoco es que Bueso sea el primero en hacerlo, Iain Banks en su novela titulada El puente (1986), si mal no recuerdo en algunos fragmentos protagonizados por un tosco guerrero, lo lleva incluso más allá. Me atrevería a decir que cuando mejor y más auténtico suena el texto es precisamente cuando Bueso se deja de reparos y haciendo caso omiso de los predicadores de lo políticamente correcto emplea ese lenguaje vulgar y pendenciero. Me complace menos que corte las frases o las deje sin verbo o la utilización excesiva que hace del punto y aparte para subrayar algunos mensajes.

Habrá que esperar a las siguientes partes de la trilogía para ver cómo resuelve Bueso los numerosos interrogantes planteados pero el arranque me ha parecido francamente bueno sobre todo por el portentoso despliegue de imaginación de la que hace gala el autor, más que suficiente para mí para decidirme a leer las continuaciones.

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