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Universo de pocos

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martes, 22 de noviembre de 2022

“Aves extintas”, de Simon Jimenez

Portada de “Aves extintas”, de Simon Jimenez
             El tema principal alrededor del que gira Aves extintas (2020) de Simon Jimenez es el amor en varias de sus vertientes. El primer capítulo del libro, que puede leerse como si fuera un relato perfectamente acabado, constituye un hermoso anticipo de lo que nos aguarda más adelante y sirve además de presentación de los dos protagonistas principales, Nia Imani capitana de la nave estelar Debby y el misterioso niño, cuya súbita aparición será la que desencadene los acontecimientos posteriores.

Por desgracia en la contraportada del libro, como ocurre con demasiada frecuencia, se cuenta demasiado sobre este muchacho. Considero un error por parte de la editorial revelar la excepcional capacidad que posee el chico teniendo en cuenta que no se da a conocer hasta bien avanzada la novela. Es una lástima, porque sustrae a la novela de lo que es el único elemento de intriga que existe durante la primera mitad. De manera que a los espabilados como yo a los que se nos ha ocurrido leerla antes de comprar el libro nos sobra casi la mitad. No obstante Jimenez podría haber aligerado un poco la trama y redundado menos en historias de amor trágico. Más adelante volveré sobre este punto.

Aves extintas es una «space opera» que se sale bastante de lo común. Por un lado, por la casi ausencia de acción y por otro, porque no se puede decir de los mundos que presenta que vayan a hacernos explotar la cabeza. Los tripulantes de la nave se encuentran con planetas muy parecidos al nuestro, algunos incluso menos interesantes, poblados además por gentes que tampoco llaman demasiado la atención. Quizás las estaciones espaciales con forma de ave creadas por uno de los personajes clave de la novela, Fumiko Nakajima, por su enormidad y su forma espectacular, tengan más que ver con lo que solemos encontrarnos en una «space opera» al uso. De todos modos quedan ridículamente pequeñas si las comparamos con los artefactos descomunales que aparecen en Casa de Soles (2008) de Alastair Reynolds o en Mundo Anillo (1970) de Larry Niven por poner algunos ejemplos. Los mundos que recorren los protagonistas a bordo de la Debby son un decorado, un fondo con el que potenciar los dramas personales de un relato que discurre principalmente en el plano emocional. Una historia de amor, si se traslada a un escenario galáctico y se dilata a lo largo del tiempo, cobra otra dimensión, se magnifica y se convierte en mito. Y así es, todo en la novela parece encaminado a despertar determinadas emociones y sentimientos en el lector. No es lo más habitual en este tipo de novelas, en lugar de hacer que experimentemos asombro, admiración o tensión hará que nuestros corazones se vean invadidos de una marea de afecto, amor y odio.

El problema viene cuando el autor abusa de algunas situaciones. Jimenez se ha empeñado en hacer que cada uno de los personajes principales tenga que pasar por una experiencia amorosa arrebatada y con final infeliz. La primera historia de amor, la más bella de las tres, se cuenta en el primer capítulo. Un hombre y una mujer se enamoran el uno del otro pero sólo pueden verse cada quince años cuando ella regresa en su nave para recoger una nueva cosecha. Las leyes de la relatividad hacen que en cada reencuentro él sea quince años mayor que ella. Después Jimenez nos cuenta el amor entre dos mujeres, Nakajima y Dana que tendrá bastante importancia en la trama. En cambio el fugaz y apasionado amor entre dos hombres, Ahro y Oden, apenas aporta nada y tengo la impresión de que con esta historia el autor ha querido cerrar todas las combinaciones de amor posibles entre hombres y mujeres. Lo atribuyo a esta fiebre por complacer a todos y por ese deseo de ejemplarizar que aqueja a la ficción actual. Jimenez no se da cuenta de que corre el riesgo de olvidarse de algún colectivo en este mundo tan cambiante y de que termina por alargar en exceso el libro.

Hay otro amor en la novela del que no he hablado hasta ahora y que quisiera mencionar, se trata del amor maternal de Nia por el muchacho. La capitana se hace cargo del chico desde que es pequeño; al principio lo hace con reticencias pero al final acaba preocupándose de él como si fuera su propio hijo. Lo llamativo es que es el único amor que perdura.

Compuesta por lo que parecen relatos independientes a la manera de Los tejedores de cabellos (1995) de Andreas Eschbach, nadie dudaría en encuadrar la novela dentro del género de ciencia ficción. Sin embargo, en su tramo final parece más bien una apasionada fantasía que se ha pertrechado de elementos habituales en la ciencia ficción clásica como son las naves espaciales, la dilatación del tiempo o las estaciones espaciales. El rigor científico no refrena la imaginación de Jimenez, que vuela libre aunque sea a costa de la plausibilidad. En ese sentido, salvando las distancias, recuerda a veces a Bradbury, también por su lirismo y por su emotividad. El escritor norteamericano de origen filipino incluye además un poco de crítica social como es preceptivo en estos tiempos al describir un mundo dominado por un monopolio que ha favorecido una brecha social de dimensiones obscenas.

En cualquier caso, se trata de una primera novela prometedora, que aún con sus fallos resulta tremendamente emocionante, bien armada en lo literario y con un potente clímax final. Todo ello es más que suficiente para que merezca la pena ser leída.

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