Por desgracia en la contraportada del libro, como
ocurre con demasiada frecuencia, se cuenta demasiado sobre este muchacho.
Considero un error por parte de la editorial revelar la excepcional capacidad
que posee el chico teniendo en cuenta que no se da a conocer hasta bien
avanzada la novela. Es una lástima, porque sustrae a la novela de lo que es el único
elemento de intriga que existe durante la primera mitad. De manera que a los
espabilados como yo a los que se nos ha ocurrido leerla antes de comprar el
libro nos sobra casi la mitad. No obstante Jimenez podría haber aligerado un
poco la trama y redundado menos en historias de amor trágico. Más adelante
volveré sobre este punto.
Aves extintas
es una «space opera» que se
sale bastante de lo común. Por un lado, por la casi ausencia de acción y por
otro, porque no se puede decir de los mundos que presenta que vayan a hacernos explotar la cabeza. Los
tripulantes de la nave se encuentran con planetas muy parecidos al nuestro,
algunos incluso menos interesantes, poblados además por gentes que tampoco
llaman demasiado la atención. Quizás las estaciones espaciales con forma de ave
creadas por uno de los personajes clave de la novela, Fumiko Nakajima, por su
enormidad y su forma espectacular, tengan más que ver con lo que solemos
encontrarnos en una «space opera»
al uso. De todos modos quedan ridículamente pequeñas si las comparamos con los
artefactos descomunales que aparecen en Casa de Soles (2008) de Alastair
Reynolds o en Mundo Anillo (1970) de Larry Niven por poner algunos
ejemplos. Los mundos que recorren los protagonistas a bordo de la Debby son un
decorado, un fondo con el que potenciar los dramas personales de un relato que
discurre principalmente en el plano emocional. Una historia de amor, si se
traslada a un escenario galáctico y se dilata a lo largo del tiempo, cobra otra
dimensión, se magnifica y se convierte en mito. Y así es, todo en la novela
parece encaminado a despertar determinadas emociones y sentimientos en el
lector. No es lo más habitual en este tipo de novelas, en lugar de hacer
que experimentemos asombro, admiración o
tensión hará que nuestros corazones se vean invadidos de una marea de afecto,
amor y odio.
El problema viene cuando el autor abusa de algunas
situaciones. Jimenez se ha empeñado en hacer que cada uno de los personajes
principales tenga que pasar por una experiencia amorosa arrebatada y con final
infeliz. La primera historia de amor, la más bella de las tres, se cuenta en el
primer capítulo. Un hombre y una mujer se enamoran el uno del otro pero sólo
pueden verse cada quince años cuando ella regresa en su nave para recoger una
nueva cosecha. Las leyes de la relatividad hacen que en cada reencuentro él sea
quince años mayor que ella. Después Jimenez nos cuenta el amor entre dos
mujeres, Nakajima y Dana que tendrá bastante importancia en la trama. En cambio
el fugaz y apasionado amor entre dos hombres, Ahro y Oden, apenas aporta nada y
tengo la impresión de que con esta historia el autor ha querido cerrar todas
las combinaciones de amor posibles entre hombres y mujeres. Lo atribuyo a esta
fiebre por complacer a todos y por ese deseo de ejemplarizar que aqueja a la
ficción actual. Jimenez no se da cuenta de que corre el riesgo de olvidarse de
algún colectivo en este mundo tan cambiante y de que termina por alargar en
exceso el libro.
Hay otro amor en la novela del que no he hablado
hasta ahora y que quisiera mencionar, se trata del amor maternal de Nia por el muchacho. La capitana se hace cargo del chico desde que es pequeño; al
principio lo hace con reticencias pero al final acaba preocupándose de él como
si fuera su propio hijo. Lo llamativo es que es el único amor que perdura.
Compuesta por lo que parecen relatos independientes
a la manera de Los tejedores de cabellos (1995) de Andreas Eschbach,
nadie dudaría en encuadrar la novela dentro del género de ciencia ficción. Sin
embargo, en su tramo final parece más bien una apasionada fantasía que se ha
pertrechado de elementos habituales en la ciencia ficción clásica como son las
naves espaciales, la dilatación del tiempo o las estaciones espaciales. El
rigor científico no refrena la imaginación de Jimenez, que
vuela libre aunque sea a costa de la plausibilidad. En ese sentido, salvando
las distancias, recuerda a veces a Bradbury, también por su lirismo y por su
emotividad. El escritor norteamericano de origen filipino incluye además un
poco de crítica social como es preceptivo en estos tiempos al describir un
mundo dominado por un monopolio que ha favorecido una brecha social de
dimensiones obscenas.
En
cualquier caso, se trata de una primera novela prometedora, que aún con sus
fallos resulta tremendamente emocionante, bien armada en lo literario y con un
potente clímax final. Todo ello es más que suficiente para que merezca la pena
ser leída.
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