Tenía confianza en que algún día Ian McEwan, tal y como
hicieron Margaret Atwood o Kazuo Ishiguro, escribiera una novela de
ciencia-ficción. Supongo que es un sueño frecuente entre muchos lectores del género,
que nuestros escritores favoritos “mainstream” se atrevan a abordar el género.
McEwan ya había demostrado un gran interés por la ciencia en novelas anteriores
como por ejemplo en Solar y ahora en Máquinas como yo da un paso
más y además de reafirmarse en esa fascinación incluye elementos claramente
pertenecientes a la ciencia-ficción como son la ucronía y los robots.
Las primeras páginas no dejan lugar a dudas de que
estamos ante una realidad alternativa, Alain Turing no se ha suicidado, Heller
es conocido por una novela titulada Catch-18, Orwell por El último hombre de Europa y
Fitzgerald por The High-Bouncing Lover. Ninguna de estas novelas existe,
al menos no con ese título, aunque muy bien podrían haberlo hecho. Realmente se
trata de las primeras opciones que manejaron los célebres autores a la hora de
titular los libros que finalmente serían conocidos por Catch-22, 1984
y El gran Gatsby. La acción
sucede en los años 80, Thatcher acaba de enviar un destacamento a las islas
Malvinas, y la informática gracias a Turing ha avanzado hasta el punto de que
existen en el mercado los primeros humanos artificiales.
El protagonista, Charlie Friend, un tipo de treinta años
con estudios de antropología que vive de
realizar pequeñas inversiones por internet, se deja llevar por su pasión por la
tecnología e invierte las 86.000 libras que ha heredado de su madre en comprar
uno de los 25 androides puestos a la venta en el mundo. En el fondo sabe que es
una mala decisión pero sigue adelante en un empeño en el que acaba involucrando
a su vecina, Miranda, de la que se siente enamorado. El triangulo está servido
y a partir de aquí McEwan, experto en crear dilemas morales, construye la trama
para que los protagonistas (y de paso los lectores) tengan que darse de bruces
con ellos. Hay momentos en que no sabemos muy bien a dónde nos quiere llevar,
en los que McEwan parece jugar al despiste, ¿por qué le da tanta importancia a
un niño que es reñido en un parque por su madre?, ¿qué oculta Miranda?, y ¿qué
tiene todo eso que ver con Adán, el humano artificial que Charlie ha comprado?
Hay un momento incluso en el que el protagonista está esperando en la consulta
del médico a ser atendido y su vista se fija en un anuncio en la pared para la
prevención de resfriados, lo que de manera inesperada permite a McEwan realizar
una interesante digresión sobre Antonie Van Leuwenhoek (un comerciante de
Delft, constructor a su vez de
microscopios muy adelantados a su tiempo que le permitieron observar por primera vez una bacteria) y
sobre la endogamia de la medicina de la época, ciega a otras disciplinas. El
escritor británico exhibe un inusitado didactismo, sus disertaciones desde mi
punto de vista, sin embargo, no perjudican en exceso el ritmo de la trama sobre
todo porque sabe dotarlas del suficiente atractivo. La decisión de situar la
novela en una Gran Bretaña alternativa no creo que sea arbitraria, le brinda la ocasión de
introducir un personaje de la categoría de Turing y de imaginar además un Reino
Unido igual de convulso y dividido que el actual ante el Brexit. Aunque el
camino seguido sea diferente las consecuencias podrían ser las mismas, podría
querer advertirnos el autor.
Las decisiones que toman Charlie y Miranda, muchas veces
siguiendo los consejos de Adán, les llevan a enfrentarse con sus propias
contradicciones. Adán demuestra una inteligencia superior en muchos aspectos y
aunque la mayoría de las veces lo tratan como a un ser humano más, su manera de
pensar, su estricta defensa de lo que es justo y de la verdad los lleva
definitivamente a relegarlo a la categoría de objeto. Al final lo que nos hace
humanos no es sólo nuestra inteligencia ni tampoco nuestras emociones, el
androide posee ambas, sino lo que en definitiva nos distingue de alguien como
Adán es saber vivir con nuestras propias contradicciones sin volvernos locos.
La novela comienza con una cita de Kipling extraída de El secreto de las máquinas, muy esclarecedora de lo que nos vamos a encontrar más
adelante:
“Pero recordad, por favor, la Ley conforme a la que
vivimos; no estamos hechos para entender una mentira...”
Concluyendo, una novela inteligente, que plantea
cuestiones excitantes sobre el futuro y sobre el presente de la humanidad que
creo que gustará tanto a los que leen habitualmente ciencia-ficción como a los
que no.
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