Siempre que abordamos la lectura de un nuevo libro, por mucho que queramos evitarlo, lo hacemos con una idea preconcebida. Seguramente es lo último que desea el autor pero antes de haber puesto la vista en la primera página influidos seguramente por la portada o por el texto de la contraportada, sin quererlo, nos hemos construido nuestro pequeño boceto mental. Es el deseo de introducirnos en un mundo al que nosotros somos incapaces de llegar con nuestra imaginación lo que nos impulsa y lo que nos predispone a pensar que la historia seguirá un rumbo concreto. La mayoría de las veces nos equivocamos, lo que no siempre es malo pues puede propiciar más de una agradable sorpresa. De esta manera, cuando me dispuse a leer Afterparty (2014) yo ya me había hecho una idea. Esperaba que su autor, Daryl Gregory, confrontara religión y drogas dentro de un relato de ciencia ficción. También me esperaba una trama más humorística o loca y sin embargo lo que me he encontrado es un sólido thriller con algunos elementos de ciencia ficción y de comedia. Como thriller la novela es estupenda y la he disfrutado como el que más aunque confieso que me he quedado con ganas de leer esa novela que mi mente apenas lograba vislumbrar. Otra vez será.
Hace unas semanas escribía Julián Diez un artículo
en C titulado Géneros que manchan
en el que sostenía que al mezclar diferentes géneros la ciencia ficción suele
ser por lo general (a no ser que uno de ellos sea el pornográfico) la etiqueta
que se lleva el gato al agua. De manera que si, por ejemplo, mezclamos ciencia
ficción con terror o fantasía la novela resultante será considerada la mayoría
de las veces ciencia ficción. Pues bien, en Afterparty este enunciado no
se cumple. Y es que por mucho que se desarrolle en un futuro próximo lleno de
drogas y tecnologías innovadoras la impresión final, el retrogusto que deja el
libro una vez deglutido, es el de un thriller. Es posible que el escenario de
ciencia ficción mostrado no sea lo suficientemente espectacular y se diferencie
poco de nuestro presente como para dejar su impronta. Pero sobre todo es
su marcada estructura de thriller lo que
convierte a la novela precisamente en eso, en un thriller. En este caso y como
se lleva hoy en día las intrigas a resolver son varias, una en el presente y
otra en el pasado, que afecta directamente a su protagonista femenina. Es
frecuente que en este tipo de relatos tengamos un malo que se sale de lo común.
Aquí, entre otras excentricidades, se dedica a cuidar auténticos bisontes en
miniatura en su tiempo libre. Tenemos también alguna que otra persecución y
sobre todo la sensación de que alguno de los personajes principales no es lo
que parece y de que la traición está a la vuelta de la esquina. Lo que decía:
un thriller.
En La extraordinaria familia Telemacus (2017), una novela que según mi opinión no gozó de la atención que se merecía, ya había demostrado Gregory que su fuerte son los personajes. Si la familia Telemacus se componía de personas con diversos poderes paranormales que determinaban en gran manera su forma de ser, los personajes de Afterparty padecen en su mayoría de algún trastorno mental lo que los convierte de alguna manera en el reverso de dicha familia. Empezando por su protagonista, Lyda Rose, una neurocientífica a la que tras una sobredosis con un fármaco que ella y su equipo habían sintetizado se le aparece su ángel de la guarda en forma de la doctora G. Lyda sabe que la doctora G. no es real, pero aún así discute con ella cada vez que se entromete en su vida y ejerce el papel de su conciencia. Tenemos también a Ollie, su compañera en el psiquiátrico, que padece paranoia entre otros trastornos, y está perdidamente enamorada de Lyda; a Bobby, que cree que el pequeño cofre que cuelga de su cuello atesora su conciencia; a Vic que ve a Ganesh, el dios hindú con cabeza de elefante o a al pacífico Vinnie que se transforma en el despiadado El Vincent al tomar determinadas pastillas. Lo cierto es que son pocos los que se muestran mentalmente equilibrados y la mayoría toma fármacos para superar sus problemas psíquicos o hacer algo por encima de sus posibilidades. Tomar drogas parece algo generalizado en el mundo que concibe Gregory, están al alcance de cualquiera hasta el punto de que uno mismo se las puede fabricar si tiene una impresora «quimjet».
La novela arranca con la sospecha de Lyda de que la
droga que investigaba y que afectó a su cerebro en el pasado se está
distribuyendo en las calles. Los que la han probado están convencidos de ver a
Dios, o al menos una de sus muchas caras. La droga no debería estar siendo
distribuida puesto que todo el equipo que formaba parte de la investigación se
comprometió a no volver a sintetizarla después de los terribles hechos que
sucedieron (la muerte violenta en circunstancias no del todo aclaradas de uno
de los miembros del equipo y esposa en ese momento de Lyda). El núcleo de la
novela consiste en desentrañar estos dos misterios.
El considerable tamaño del libro (tiene 473 páginas)
no es óbice para que se pueda leer en unos pocos días no sólo sin esfuerzo sino
incluso con agrado. Destacan, como ocurría en La extraordinaria familia
Telemacus, sus diálogos chispeantes con agudos toques de humor. Gregory
demuestra conocer bien el oficio y conduce la trama con destreza hasta una
conclusión satisfactoria aunque deja sin explicar, a propósito supongo, un hecho al que no puedo aludir sin destripar la trama. En
definitiva, se trata de un libro muy entretenido cuya mayor pega es el precio,
al menos el que yo pagué. Afortunadamente para los que no se precipitaron a
comprarlo cuando se publicó, se puede encontrar desde hace un tiempo al precio
bastante más razonable de 19€ en lugar de los 26€ que apoquiné yo. El que se
decida a hacerlo ha de ser consciente de que más que una novela de ciencia
ficción se lleva un buen thriller.
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