Bruno Puelles
nos presenta una original historia protagonizada por tres personajes nada
habituales en el género de aventuras. Se trata de un trío de convencidos
conspiranoicos, ya se sabe ese grupo cada vez más ruidoso formado por gente que
se cree las teorías más descabelladas que pululan por las redes sociales.
Convencidos de que la Tierra es plana deciden emprender un viaje a la Antártida
con el objetivo de obtener pruebas indiscutibles de que la NASA nos tiene engañados
(no se sabe muy con qué fin). Se trata de una misión con fines altruistas, el
de abrir los ojos a nuestro adocenado mundo. La puerta del fin del mundo
narra primero la preparación de ese viaje, que en un primero momento parece
destinado al fracaso, para continuar luego con las desventuras y peripecias
propias de la travesía por esas tierras indómitas.
En estos
tiempos de turismo masificado en los que cualquiera que disponga del
suficiente dinero puede llegar al lugar
más recóndito del mundo, las aventuras y los viajes de exploración llevados a
cabo por James Cook en el pacífico, la vuelta al mundo de Juan Sebastián
Elcano, la búsqueda de las fuentes del Nilo por Richard Francis Burton o los
intentos por llegar al polo sur parecen
pan comido y despiertan si acaso la nostalgia por un pasado en el que aún había
mucho por descubrir en la Tierra. Ahora que cada rincón del mundo está
explorado, lo único que le queda a toda esa legión creciente de individuos
deseosos de emular las hazañas de Amundsen o de Magallanes es subir el Everest
en chancletas con un piercing en el culo o cruzar el Pacifico en velomar. La
otra alternativa es la que emprenden estos desdichados individuos imaginados
por Puelles empeñados en demostrar al mundo que vivimos una mentira pergeñada
por nuestros gobiernos, por la ciencia y por los educadores.
Los tres
protagonistas tienen la teoría de que la tierra está circundada por un muro de
hielo localizado en el Antártico. El autor podría haberse cebado con estos
sujetos, que a todas luces resultan patéticos, pero prefiere mirarlos con
cierta ternura sobre todo en la, desde mi punto de vista, discutible parte
final del libro. En su favor se puede decir que sus teorías no son mucho más
disparatadas que las que promulgan la mayoría de las religiones, que por muy
asumidas que estén por gran parte de la población y que por mucho que se hayan
incorporado a nuestra cotidianidad son igual de disparatadas. En efecto, hay
gente que todavía hoy en día cree en el infierno, en los milagros, en la transmigración
de las almas y en el Espíritu Santo. La diferencia entre las ideas de unos y
otros es que las que promulgan las religiones muchas veces escapan a la ciencia
mientras que las de los conspiranoicos son fáciles de rebatir.
La novela se
cuenta a través de los diarios de diferentes personajes, por ejemplo el del
capitán de uno de los barcos que los lleva por esos mares glaciares, pero sobre
todo a través del diario de Lana Duning Kruger, una de los integrantes de la
expedición y ferviente antivacunas. También encontraremos podcasts,
entrevistas, correos electrónicos y mensajes de audio enviados por internet, en
fin, una especie de puesta al día de la forma en que los buques se comunicaban
en el pasado con tierra. Algo parecido a lo que hizo Manuel Moyano en otra
novela de aventuras situada en países remotos, El imperio Yegorov. En
ella el escritor llevaba esto a su máximo extremo y se valía todo tipo de
documentos, diarios, cartas, informes detectivescos e incluso la nota
preliminar y los agradecimientos finales para su relato.
La puerta del fin del mundo no es sólo una entretenida aventura que homenajea a los grandes clásicos de aventuras, es también el retrato de la absurda época en que vivimos; una época que carece de grandes ideales, contradictoria puesto que al mismo tiempo que la tecnología se ha introducido en nuestra cotidianidad muchos de los que la utilizan ponen en entredicho la ciencia; una época de estupidez incomprensible en la que a pesar de que todo el mundo ha pasado por la escuela se da pábulo a las mayores idioteces. La novela se lee de un tirón y su único defecto es que sabe a poco.
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