Siempre
me produce cierto estupor ver cómo gracias a la televisión obras de
ciencia-ficción escritas hace muchísimos años son leídas más ahora que en el
momento de su publicación. Pienso en El cuento de la criada escrita por
Margaret Atwood hace más de 30 años o en
Carbono Alterado de Richard Morgan hace 15. Un hecho que siempre
me ha llamado la atención. No sé si la gente ve primero la serie o la película
y luego ya sin sorpresas y sabiendo cómo termina se decide a leer el libro o al
menos a comprarlo. De Rascacielos de J.G. Ballard (publicada por primera
vez en 1975) no se ha hecho una serie (y menos mal porque no da para tanto)
pero sí una película que, al contrario que las series que he mencionado antes,
pasó bastante desapercibida. Tal vez su estreno sirviera para que Alianza Editorial la reeditara en su
colección Runas con una nueva
traducción.
De los libros de ciencia-ficción de
Ballard que he leído éste puede que sea uno de los más asequibles. Desde luego
me parece menos surrealista y alucinatorio que sus novelas apocalípticas. Aún
así es un libro muy representativo del mundo “ballardiano”, con sus obsesiones
habituales: los escenarios delirantes, personajes cínicos, antipáticos, que
dejan bien claro la poca confianza que al autor le merece el ser humano. En la
breve pero esclarecedora entrevista que completa el volumen, Ballard cuenta que
el hecho de haber vivido tres años de su infancia en un campo de concentración
en China “le otorgó un conocimiento
extraordinario de los elementos que conforman la conducta humana”.
Se narra en la novela la alteración
del comportamiento que sufren unas personas tras mudarse a un moderno
rascacielos de 40 pisos en Londres. Los residentes pertenecen a la clase
acomodada, gozan de buenos empleos y no proceden de barrios marginales, lo que
hace que su conducta violenta subsiguiente resulte aún más chocante. Los
problemas comienzan por pequeñas cosas, pero poco a poco todos parecen retornar
a un estado de salvajismo primitivo y dejar a un lado las convenciones sociales
que antes dominaban su conducta. Lo sorprendente (y completamente “ballardiano”)
es que todos parecen entregarse con gusto a su nueva vida sin ataduras. Como
decía, ninguno de los residentes tiene problemas financieros, sin embargo los más
acaudalados viven en los pisos superiores y poseen viviendas más lujosas y
ascensores exclusivos. En las primeras plantas se sitúan los que gozan de menos
recursos y en la mitad, la clase media. Ballard escoge como protagonistas de Rascacielos
a tres hombres pertenecientes a cada uno de esos grupos sociales. Las primeras
desavenencias surgen precisamente entre vecinos de diferente clase social.
Independientemente del piso en el que viven, todos parecen haber vuelto a la
barbarie y haberse dejado llevar por los instintos más básicos. Aunque alguna
pequeña diferencia existe. Wilder, que vive en el segundo piso, está
determinado a llegar a la cima del rascacielos. Royal, que reside en lo más
alto y además es el arquitecto que proyectó el edificio, lucha por mantener sus
privilegios. Laing, el representante de la clase media, se limita a dar rienda
suelta a sus vicios más inconfesables.
Algunos comparan la novela de
Ballard con El Señor de las moscas de Golding, pero ya en la elección de
los protagonistas se intuye que los dos autores van por derroteros
distintos. Golding escoge niños como símbolo
de la inocencia para mostrar que el mal es inherente al ser humano. Ballard en
cambio pone el ojo en las clases acomodadas con una intención mucho menos
clara. Por un lado podríamos pensar que es una crítica a las ciudades modernas
con sus muros de hormigón como germen de la inhumanidad. Por otra parte, si
hacemos caso a uno de los personajes de la novela, la caída en la barbarie se
debe a la sobreprotección en la infancia en la sociedad
reciente; según su opinión habría que dar salida a la perversión que todos
reprimimos. Lo cierto, es que la novela admite múltiples interpretaciones.
Ballard narra el descenso gradual a
los infiernos de la comunidad con la minuciosidad y frialdad de un informe
forense. El autor escoge un rascacielos como escenario para dotar a la novela
de una fuerte carga alegórica, efectividad que por desgracia la realidad y los
años (recuerden que la novela es de 1975) han acabado por devaluar en cierta
medida. Porque, ¿qué son hoy en día cuarenta pisos? Asimismo basta leer unos
pocos capítulos para saber adónde quiere llevarnos Ballard, lo que resta interés
a la novela. Y es que una vez que le hemos visto las cartas al autor, el único
consuelo que nos queda como lectores es descubrir qué nueva depravación o
perversión se le ha ocurrido al escritor británico. En eso, sí, Ballard
demuestra poseer una gran imaginación.
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