La pintura «hiperdrámatica» convierte los cuerpos humanos en auténticos cuadros mediante complejas técnicas y prolongadas sesiones de imprimación y de acabado posterior. La pintura no se aplica sólo en la piel sino también en el iris, en los labios, en el interior de la boca y en otras oquedades del cuerpo. La meta del artista es lograr con sus pinceladas resaltar una expresión, una mirada del modelo que haga única la obra. Somoza se inventa un escenario en el que esta disciplina se ha convertido en un hito en el mundo del arte y en el que los cuadros alcanzan valores inconcebibles. Los más poderosos, los más ricos del mundo ya no cuelgan Picassos en sus casas sino que adquieren pinturas «hiperdrámaticas» de Bruno Van Tysch para adornar los vastos salones y los coquetos dormitorios de sus mansiones. Tampoco se sientan sobre vulgares butacas fabricadas con materiales inertes, en lugar de eso prefieren posar sus distinguidas posaderas sobre seres humanos convertidos por unas horas en mobiliario. El arte se ha dejado prostituir por el dinero y en el nombre del arte cualquier cosa no sólo es aceptada, sino también aplaudida. No importa que las personas convertidas en «obras de arte» sean tratadas como objetos, que tengan que pasar horas en la inmovilidad absoluta o que se les haya sometido a tratamientos médicos para ralentizar sus funciones biológicas. Nada de eso importa. Ah, eso sí, sus empleadores cumplen escrupulosamente con las leyes laborales de manera que los lienzos humanos no superan nunca las ocho horas de trabajo reglamentarias. Para acallar sus conciencias su trabajo es compensado con una espléndida paga. En cualquier caso para muchos de los modelos el dinero es lo de menos, lo que les impulsa a soportar todas los inconvenientes es la posibilidad de convertirse en obras de arte.
Como decía al
principio para hacer todo esto verosímil hay que ser muy bueno. Somoza, como
gran estilista que es, consigue que estas hermosas a la vez que deplorables
pinturas humanas se hagan reales en nuestra mente. Asimismo resulta fascinante
el detalle y el verismo con el que describe el proceso para convertir a los
modelos en cuadros. La prosa sensual y sugerente de Somoza nos maneja a su
gusto y nos hace fluctuar del horror al goce erótico, de la aversión al
deleite.
«Jennifer
Halley, un lienzo de ocho años, está de pie pintada de rosa con un vestido
negro, acunando entre sus brazos a una muñeca. Pero la muñeca está viva y tiene
el aspecto de uno de esos embriones famélicos de vientre de uva negra que
asoman la cabeza desde el tercer mundo».
«....Luego
abrazó la curvatura de sus bíceps. Al tacto todo era distinto. Se percibió un
poco más viva: superficies mullidas, exprimibles, deformables; contornos donde
la mano podía demorarse, dulces laberintos aptos para dedos o insectos. Tocándose
adquirió volumen».
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